lunes, 12 de julio de 2010

Mercenaria

Un edificio pequeño, maltratado por el tiempo que lo va desgajando poco a poco, ya ha descuartizado la pintura de las paredes, se ven sus huesos, el yeso y el cemento en todo su esplendor.
Nunca era demasiado tarde para salir de trabajar y llegar a casa, “hogar dulce hogar”. Sus tacones resuenan en cada uno de los escalones, el eco se escucha; como cada noche, ella tenía que oírla llegar, subir un escalón tras otro. Sube despacio, quiere estar segura de que ella escucha sus pasos, estará recostada frente al televisor apagado, esperándola.
Para cuando ha conseguido, al fin, llegar al cuarto piso, se ha soltado el pelo, desabrochado la camisa y, en cuanto a esos condenados zapatos, quedarán tirados en la entrada en cuanto consiga encontrar las malditas llaves y entrar en casa.

La casa está vacía, sólo hay una mísera nota pegada en la puerta del dormitorio: “recupera tu vida sin mí”.
Ya no hay nada que hacer, no hay nada que decir, ella no volverá. Tiembla de miedo. No… lo sabe, sabe que esta vez no volverá… tiembla de angustia. Laura no volverá. Lágrimas de rabia por esa resignación forzada. Su corazón sube peligrosamente por la garganta, quiere salir de su cuerpo y golpea brutalmente sus sienes en cada latido.
“Sola, estás sola.” Llora, grita, se encoge sobre sus piernas, esta noche todo vale, esta noche algo peor que la muerte ha vuelto a serle familiar, a pegarse a ella, y le da asco, la odia, la odia a ella por haberse ido, pero se odia más a sí misma por estar sola de nuevo.
“Llora, es lo único que sabes hacer”, y caen las lágrimas, amargas lágrimas en mitad de la oscura y fría noche. Ya no hay luz, ya no la habrá nunca más, ya ni siquiera queda hueco para ella en el mundo.
“Vuelve… vuelve a mí”… ¡Mírala como llora! Cobarde…

- Mamá… en el asiento de atrás hay una mujer muy guapa que está llorando.
- Siéntate bien y no molestes.
Laura sonríe, la última gota resbala por su nariz, por sus labios, por su barbilla, y cae entre el empañado cristal y la butaca del tren. Puede imaginarla, susurrando aquellas últimas palabras de su certera suposición; Inara… susurrando “vuelve… vuelve a mí”.

“¿Cómo comenzar a contar una historia que no tuvo un principio? No… definitivamente no fue el amor, fue otra cosa diferente… fue algo familiar… algo que me susurraba en el oído, sin voz, sin palabras; algo que me empujaba hacia ti, fue algo tan conocido, tan cálido… que ni siquiera pensé que fuera a tener un final.


Nuestros labios rojos acariciándose, el calor, mi corazón, rojo, queriendo escapar de mí para poder entrar por el hueco de tus labios.

Aquella sensación tan dulce, tan acogedora que yo nunca había sentido. En aquellos momentos tuve la certeza de que todos aquellos instantes insípidos que, uno tras otro, me habían arrojado a la veintena, habían servido para algo.

Tu sonrisa, tu flequillo, tus hoyuelos, tus ojos grandes y grises; tu piel lechosa… ¡Me abría quedado, Inara! Lo habría hecho, no me importaban tus miedos, tampoco me importaban aquellos pies tan fríos que me despertaban por la mañana, las miradas llenas de ira que alguna vez me dedicaste, aquellas palabras tan frías y crueles que tuve que escuchar algunas veces…. Nada me abría separado de ti. Nada porque al final… pasaba lo de siempre, cuántas veces hubiera repetido aquél teatro que tanto te gustaba.


Yo sola, en la barra, bebiendo cualquiera de eso líquidos milagrosos que dicen que te hacen olvidar; tú, en una de aquellas mesas, riendo, flirteando de aquella forma tan delicada, despreocupada, hablando con tu grupo habitual de amigos (y babosos) a los que yo odiaba. Me mirabas; cuando las miradas escapaban de ti, tus ojos corrían en mi busca, en busca de aquella chica tan extraña de labios rojos que te correspondía. Quisiste besarme aquella primera vez, y devorarme el resto de noches que querías jugar a aquella primera.

¿Sabes? No olvidaré aquel beso, el primero y todas sus repeticiones, siempre de la misma forma, en la puerta de aquel bar, tan urgente, tan desmesurado, tan ansiosa. Saliste corriendo detrás de mi, enredando tus dedos en mi muñeca; puede que tu orgullo lo olvide, pero yo no. Recordaré aquella primera sonrisa que nunca volviste a repetir.


Nuestros labios desconocidos y familiares, acariciándose; tus hombros, desnudos titilaron y aquel fue el momento en el que decidí rodearte con mi chaqueta y tu con tus brazos.


- Con el susto he dejado mi chaqueta – susurraste.


- ¿Susto?


Y el silencio nos acompañó el resto de la noche en la que, ni siquiera hoy llego a comprender ni cómo, ni por qué, no me soltaste, ni siquiera para que yo pudiera quitarme la chaqueta al entrar a mi casa. Te quedaste allí, apoyada en mis pechos… aquella primera noche… cómo olvidarla, ni siquiera querías arrancarme la ropa ¿Verdad?


A aquella noche extraña le siguieron las noches de sexo, luego vinieron algunas madrugadas en las que tú jugabas a quedarte dormida y yo, sorprendida, jugaba a quererte. Pero no fueron muchas, por lo general huías de mi casa, con tu sexo mojándote las bragas; salías por la puerta de mi casa, con las rodillas temblando y la respiración aún entrecortada, entonces yo jugaba a olvidar aquellas pocas madrugadas en las que te dejabas querer.


Por qué contarte esto si eras tú…. Si sigues siendo tú la chica que gemía bajo mis labios, la chica que me besaba medio dormida, la chica que aquella primera noche me abrazaba. Aquella chica que con el paso del tiempo fue dejándome entrar en su vida. Aquellas mañanas que yo recuerdo cálidas y soleadas, derivaron en algunas noches en las que jugabas a invitarme a cenar.


Aquel beso en público en el que tú me abofeteaste, aquel abrazo en el cine en el que tú me empujaste… Tú, dejándote querer con el tiempo y yo… olvidándome de mí, en ese mismo tiempo.


Por una sola vez, me hubiera encantado dejarme querer por ti, pero no… eras tú la mujer asustada, yo era la mujer fuerte, la mujer que sabía lo que quería… a ti; yo era el hombre dominante y tú la chica frágil que no sabe lo que quiere. ¿Cómo pudiste no darte cuenta Inara? Yo… también estaba perdida…


No… eso no era amor… eso no es querer, eso es devorar. Yo te devoraba poco a poco, mientras tú ibas muriendo, enjaulada entre mis manos; prisionera de mi vida.”


***


Lágrimas cayendo sobre el papel, emborronando las letras que ya de por sí son difíciles de descifrar, y es que mi abuela tenía letra de médico, como yo. A partir de este tramo las letras son ya ilegibles incluso para mí.
Un golpe seco, la caja de pino cerrándose.
- ¡Esperen, la carta! Mamá, ayúdame a abrir. Tengo que dejarle su carta, no puede irse sin ella.
Mamá sonríe, por primera vez en varios días, me ayuda a abrir de nuevo aquella puerta que ya jamás volverá a abrirse. Las manos de la abuela están frías y rígidas, sin embargo sigue siendo ella… sigue pareciendo dormida. Coloco la carta como puedo entre sus manos.
“Abuela, te dejo esa carta que nunca enviaste, entre las manos, no sé quién era esa mujer, pero sé que es tu letra, abuela, sé que guardaste esta carta por algún motivo, sé que la sabes de memoria.”

El ataúd se cierra, el fuego la abrasa.

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"En su texto, el escritor levanta su hogar. Así como acarrea papeles, libros, lápices y documentos de cuarto en cuarto, así crea el mismo desorden en sus pensamientos. Éstos se vuelven muebles en los que se sumerge, contento o irritable. Los golpea con afecto, los gasta, los mezcla, reacomoda, arruina. Para quien ya no tiene patria, el escribir se transforma en un lugar donde vivir."
(Th. W. Adorno, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada)
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"De repente me he vuelto pequeñita, tanto que un soplido podría romperme; pero ese soplo nunca llega porque él nunca respira, nunca duerme, nunca escucha; es como un centinela, sabe que sus cosas – las “cosas” de su propiedad - no se moverán. Yo… tampoco me moveré, permaneceré aquí callada, encerrada, con las ventanas y las puertas abiertas."

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