domingo, 10 de octubre de 2010

Aprisiona



El camino hacia la torre siempre cubierto de niebla, frío, oscuro, acompañado de murmullos escondidos y enredados entre las ramas de los arboles nocturnos: un búho alzando su vuelo, los árboles arañando el cuerpo de cualquier ser vivo que osara intentar adentrarse en el camino de tierra, lobos y bestias que caminan…. El miedo se apoderaría de ti si alguna vez pasaras por allí, la sangre caliente que corre por tus venas sería gélida y  negra , los fantasmas que guardas dentro de ti, esos que has encerrado bajo llave en algún lugar, saldrían para convertirte en su presa; entonces, y sólo entonces, sería el juicio el que se encerraría voluntariamente y se tragaría la llave entre gritos de agonía y ansia.

Justo en el borde del mundo, allí estaba ella, allí dentro, encerrada.

La torre se alzaba majestuosa sobre los árboles, se perdía entre nubes grises y niebla blanquecina. Aquel torreón era imposible, ¿Cómo algo tan deformado y derruido podía mantenerse aun en pie?

Ella… aquella desgraciada muchacha que se encontraba cautiva en la maldita torre, había olvidado ya los años que había ido acumulando con el paso del tiempo, a pesar, incluso, de ser testigo unánime del cambio: el cuerpo de una niña de pocos meses de vida, creciendo hasta llegar a ser una muchacha hermosa de cabellos cobrizos y ojos nocturnos, negros como una noche sin luna, ensombrecidos como aquel rincón abandonado y alejado de todo. Una noche, cuando era niña y jugaba con sus dedos, algo se filtró en sus ojos azules, algo la retuvo varios días con los ojos cerrados, temblando de miedo en un rincón, tan sola allí dentro, tan desnuda… ella no se dio cuenta, allí no había espejos, nunca se había visto a sí misma, pero aquella noche sus ojos cambiaron de color, oscurecieron, y jamás pudo descoser de su piel aquel miedo.

Baste decir que nunca había salido de allí, nunca vería aquel mundo real que, al desplegarse, quedaba tan lejos de las palmas de sus manos… lejano y prófugo mundo real.

El mundo que ella conocía era una habitación circular que ocupaba todo el diámetro de la torre; no había puerta alguna por la que poder escapar a otro lugar. Las ventanas, profundas, y amparadas por rejas, apenas dejaban pasar la luz. Sólo había algo parecido a una puerta: una ventana, inmensa, la única que no tenía barrotes, la única que alimentaba su esperanza, la única que no la condenaba; empezaba a ras del suelo y terminaba en lo alto del tejado, ese que a veces filtraba el agua de lluvia.

Las noches de lluvia se olvidaba del miedo, se susurraba a sí misma, y entre la oscuridad de la noche y algunas lágrimas confusas, se tumbaba en el suelo y dejaba que las miserables goteras la cubrieran de besos de agua, la empaparan de paz. Aquellas gotas frías le contaban historias de un mundo exterior a su torre, más alto, más frío, más cercano al sol que jamás había visto, la niebla, aquella niebla perpetua siempre rodeando su torre, sus ojso, su cuerpo entero.

Muchas veces se hablaba a sí misma, no había nadie para escucharla, sólo las piedras frías y mudas, la cama fláccida y sorda… ¡Algunas veces! ¡Mamá llegaba para hacerle compañía! y llevarle comida o ropa. Se sentaba con ella en la cama y la abrazaba. Aquella mañana mamá llegó más pronto de lo habitual:

- ¡Rappunzel! ¡Deja caer tu trenza! – Ella se levantaba de su cama, y dejaba lanzaba su cabello trenzado por la ventana más grande.

El cuerpo fofo y arrugado de mamá cada vez subía con más dificultar por la torre. Una mañana trajo una muñeca entre sus manos, calva, con los ojos huecos, los labios desteñidos y jirones por vestido. Hasta entonces había jugado con sus dedos a ser mamá, también había imitado con las dos manos aquellos cuentos que mamá le contaba. No había nada más, nada más.

Rappunzel, recuerda sus manos pequeñas y sus piernas no tan largas como ahora, recuerda la ilusión de tener algo con qué jugar. Recuerda aquellas tardes vacías, cuando mamá se despedía con una sonrisa, dejándola sola con aquella muñeca que pasados unos años había llegado a odiar.

Una noche, no diré que miraba la Luna, pues se cansó de ella hace mucho tiempo, la aborrecia con resignación y sumisión, la Luna era el único constante en sus noches, lo único que la había acompañado siempre. Llena de rencor, hubiera querido envenenar al astro con su tristeza, con ese deseo oscuro que inundaba su pensamiento cada noche, desde hacía ya algún tiempo. Soñaban con su líquido rojo derramándose, saliendo por cada orificio de su cuerpo. Pero anoche despertó antes del alba, se asomó al ventanal y miró. Allí estaban las nubes perpetuas que no la dejaban ver el mundo.

Ató el extremo de su trenza a uno de tantos barrotes y, antes de ser libre, hizo girar aquella trenza sucia alrededor del cuello, para abrigarse, para abrazarse.

Se lanzó ventana abajo. Voló, por un instante. Extendió los brazos y fue libre.

Una carcajada se escuchó por todo el bosque antes de que su cabeza chocara brutalmente contra la misma torre que la había mantenido cautiva; no la dejaría marchar tan fácilmente. La sangre brotaba de la parte inferior de su cráneo pero ya estaba muerta, ya no respiraba, ya no latía, ya no podría sentir la agonía del ahorcado. Los pies de la cautiva de la torre quedaron a unos pocos centímetros del suelo, colgando. Rappunzel nunca pudo llegar al mundo.

Y así transcurrió la noche.


Nadie se acercó jamás a aquel lugar. Miento, nadie no… sí había una viejecita que hacía el recorrido hacia el torreón todos los días, aquel día no había de ser diferente.

El cuerpo de Rappunzel había goteado durante toda la noche; sus labios habían  quedado amoratados, su piel amarillenta, sus abiertos y azules. El sonido de cada gota de sangre que se precipitaba contra el charco, podía escucharse por todo el bosque, ya nada habitaba aquel lugar, ya ni siquiera la chica de la torre desfigurada.

La anciana llegó y contempló con asombro el cuerpo ahorcado de la hermosa Rappunzel, pero no fue capaz de ver a aquella extraña niña, de pie en el suelo, abrazada a los pies de Rappunzel. Temblando, aterrada y tan sola como siempre.

Cuentan, que sus restos mortales siguen allí, dóciles, esclavos, la torre sigue aferrándola, ha hecho crecer la hiedra alrededor de su cuerpo para que nadie pueda arrebatársela.

Y no hubo príncipe, ni lágrimas, sólo el silencio.



6 gota(s) de lluvia ha(n) caido**:

Anónimo dijo...

Pobre Rappunzel, me pregunto qué habría hecho para merecer tan cruel destino. La historia original era tétrica, pero la tuya la supera por goleada. De todas formas, muy original tu final alternativo, que no tiene nada de descabellado.

Un beso

Marcos Callau dijo...

Me ha gustado este cuento porque tiene un encanto despiadado. Es triste pero bonito a la vez.

cronicasdediaslluviosos dijo...

¡Gracias por pasar! Sé que me he pasado un poco con la pobre Rapunzel… suelo destripar los cuentos, sobre todo los que más me gustan, y éste es mi favorito desde pequeña, el original claro.

Fénix, la verdad es que los Grimm son siempre así de tétricos, sus cuentos originales tienen ese aire a leyenda oscura… y esa es la gracia. Y el final… pues me pareció el único posible, después de estar 19 años en una torre, creo que todo el mundo terminaría así.

Marcos, me ha encantado la descripción que has dado, justamente con eso en mente lo redacté: encanto despiadado, esa “contradicción” me gusta.

¡Gracias por venir siempre! Y sobre todo por comentarme.

Un saco de besos.

camino roque dijo...

elegiste un buen día para conocerte.
hace un día realmente lluvioso

un saludo y gracias por tus comentarios. se agradecen :)

nubedealgodón dijo...

"Y no hubo príncipe, ni lágrimas, sólo silencio." Pobre Rapunzzel!
Y sí... últimamente mi portátil paga mis enfados, pero es que lo único que me faltaba es que también me falle el! xDDD
Un beso!

Necio Hutopo dijo...

Regresar visitas no siempre da tan gratas sorpresas, con permiso ahora me dedico a echarle un ojo al archivo.

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"En su texto, el escritor levanta su hogar. Así como acarrea papeles, libros, lápices y documentos de cuarto en cuarto, así crea el mismo desorden en sus pensamientos. Éstos se vuelven muebles en los que se sumerge, contento o irritable. Los golpea con afecto, los gasta, los mezcla, reacomoda, arruina. Para quien ya no tiene patria, el escribir se transforma en un lugar donde vivir."
(Th. W. Adorno, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada)
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"De repente me he vuelto pequeñita, tanto que un soplido podría romperme; pero ese soplo nunca llega porque él nunca respira, nunca duerme, nunca escucha; es como un centinela, sabe que sus cosas – las “cosas” de su propiedad - no se moverán. Yo… tampoco me moveré, permaneceré aquí callada, encerrada, con las ventanas y las puertas abiertas."

Para leer el relato completo: AQUI

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