viernes, 3 de diciembre de 2010

Cuántos cuentos cuento

Anita, Feliz Cumpleaños.
Mi regalo para tí es éste.
Te quiero mucho.



Una mañana cualquiera de otoño llegó la lluvia, el cielo gris, el frío… y la saludó empañando la ventana de la alcoba. Tal fue la primera reverencia que recibió del mundo al abrir sus parpados, la niebla emborronando el cristal de la ventana. Aquella que antaño fue una niña descubrió su cuerpo retirando las mantas que la resguardaban del frío invierno, y descalza, con las legañas aún colgantes y los pies congelados, buscó su ropa. Movimientos espasmódicos, tiritando sus dientes y entumecidos los pies, logró torpemente colocarse en cada una de las prendas de ropa.

El café en el fuego, las magdalenas sobre la mesa y por supuesto la cesta al lado de la puerta para no dejarla olvidada; todo perfecto y preparado.

Retrocedió sobre sus pasos en busca del espejo y el agua corriente que auguraba fría como el hielo. Aquella vieja casa, con sus viejas comodidades en las que no entraba el agua caliente…. Fría, clara, pura, así era el agua que lamía con voracidad todo su rostro. Así era como debía ser, cualquier sueño, cualquier deseo de dormir, había muerto ya con las últimas gotas.

El silencio reinaba a aquellas horas tempranas del día triste que se avecinaba, el Sol apenas se decidía a salir, como si las nubes le dieran miedo, como si los relámpagos lo asustaran. Sólo la sombra de pálidos rayos de sol traslúcidos llegaba a tocar el suelo, sólo la sombra de las nubes.

- Una buena tormenta se avecina. – musitó para sí misma, acostumbrada a vivir sola en aquella casa, a veces apenas podía reprimir los pensamientos, que se tornaban en palabras rebeldes.

Al fin, el desayuno, la cafetera gritando, el olor, el sabor, las magdalenas que mamá había horneado el día anterior, la cesta de mimbre que papá le había confeccionado. Todo se lo trajo de vuelta a la cabaña, apenas unos kilómetros al sur se habían mudado papá y mamá… que con todo su cariño dejaron crecer a la niña, la dejaron expandir sus alas y madurar, le legaron el árbol en el que había crecido aquella manzana roja, brillante, llena de luz, de risas, de vida y se mudaron a otra cabaña no muy lejana.


La chimenea escupía los restos de aquellos trozos de madera moribundos que habían logrado mantener la cabaña caliente toda la noche. El olor a madera quemada inundaba toda la cabaña desde hacía días.

En silencio asintió, sus lentos y aún descalzos pasos repasaron cada rincón de la cabaña; algunos recuerdos de niñez se agolparon en una sonrisa, otros en una mueca amarga… y justo en un escondrijo, en el más oscuro y alejado rincón encontró la capucha roja. Una carcajada y unos instantes después, ya la llevaba puesta.

- ¡Che! ¡Mi caperuza roja!

Gritó sin poder reprimir aquellos recuerdos que implosionaban en ese lugar dónde uno guarda las reminiscencias, ese lugar de dónde sólo salen al encontrar algo… algo que los llame, que los ayude a salir. Ahora, bañada en ellos, creía volver a ser aquella niña, su espada, el lobo hundido en su propia sangre y el leñador.

Buscó, con su mirada, a un lado de la puerta, ahí estaba, la espada brillante de plata impecable, apoyada en el marco de la puerta; siempre la acompañaba como una prolongación más de su cuerpo, como cualquiera de sus extremidades… habían muerto muchos lobos desde aquel entonces, desde aquel primer lobo.

- ¿Caperuza? ¿Has vuelto? – siseó la espada.

- Nunca me fui, querida. – Respondió ella mientras se calzaba sonriente.

Sus ojos llameantes y su mano derecha impávida, aferran a su amiga, anudando la correa a un lado de sus caderas.

- Pero mi niña… Hacía mucho tiempo que tu cabeza había perdido la Caperuza. – Volvía a sisear el filo de la espada, acomodado ya en su funda de siempre, colocada en el lado izquierda de sus caderas.

- ¡Andás insolente hoy! La olvidé… ¡Che! ¡Ya sabés! pero hoy la encontré de nuevo… justamente hoy… - Una sonrisa rebosante de sarcasmo amaneció entre sus labios justo antes de salir de la cabaña.

Con su capucha, su cesta vacía y su espada, se encaminó hacia los espesos árboles que delineaban la entrada en aquel bosque del que ya nunca regresaría. Sólo volvió su caperuza roja una vez, sólo una, para retener en su pupila negra la cabaña y no olvidarla jamás, pues Caperuza ya no era una niña y sabía muy bien que no volvería ya a aquella cabaña.


Las gotas de agua, grandes, pesadas, frías, no tardaron en derramarse todas a la vez sobre el cuerpo de Caperuza, que ni siquiera se molestó en echarse a correr.

- ¡Caerás enferma, Caperuza! Con ésta lluvia es peligroso andar por el bosque… los rayos no tardarán en llegar. – Siseaba la espada desde su funda.

- ¡Vos! ¡Cállese ya! ¡De pura insolente que andás hoy no hay forma de que calle! Pasas días sin hablarme, la mayoría de los meses apenas le puedo arrancar una miserable palabra ¡Y hoy no sabe callarse! - Gritó consternada la muchacha de la caperuza roja.

- Es que… tu caperuza… - El siseo de nuevo.

- ¿Qué le pasa ahora, gruñona? – respondió.

- Que esta dónde siempre… - Y aquel siseo parecía entusiasmado.

Caperuza asintió, y en silencio siguió caminando entre el fango, los truenos y el silencio sepulcral que reinaban en la espesura del bosque. Horas pasó en silencio, los charcos se sucedieron, el fango una y otra vez, las raíces de los árboles… y en ello estaba, mirando el suelo mientras caminaba, aburrida, refunfuñando ya. Cuando chocó frontalmente con otra persona de su misma altura.

Ambas cayeron aparatosamente al suelo, ambas se mancharon de barro hasta las mejillas, y al mirarse una a la otra se echaron a reír. Caperuza roja contempló, con desconfianza, llena de confusión y de cierto respeto, a la extraña que había frente a ella, de barro hasta los codos. Parecía de su misma edad, perdida en el bosque, al igual que ella, por mucho que le refunfuñara a aquella espada minutos antes que no estaba perdida. La extraña también la examinaba mientras recogía con las manos su trenza… Caperuza la miró, sorprendida como jamás lo había estado, era una larga trenza enmarañada y deshilachada, de varios metros de longitud.

Se contemplaron, curiosas durante un buen rato, hasta que al fin retomaron su altura, se pusieron en pie y Caperuza desenfundó su espada.

- ¿No es incómodo eso? – Preguntó a la extraña.

- Lo es… - respondió una curiosa Rapunzel que tendía su trenza por la longitud exacta que debía cortar.

La hoja de plata brilló, calló, voraz, sobre Rapunzel y la trenza de varios metros de longitud murió en aquel instante.

- Me llamo Rapunzel – musitó la extraña.

Caperuza miró la cadavérica trenza, miró el pelo que le había quedado a Rapunzel a la altura de los pies, colgando a varios centímetros del suelo.

- Yo me llamo Caperuza roja. Pero… Vos… ¿No lo querés más corto?

Rapunzel tomó entre sus manos la espada de Caperuza, y la enfundó ella misma en su correspondiente lugar, justo en la cadera de Caperuza Roja. Giró su cuerpo hacia la trenza muerta del suelo, se arrodilló y asintió con la cabeza; Caperuza supo entonces que aquella extraña se estaba despidiendo de su trenza, de la misma forma que ella se había despedido horas antes de su cabaña.

- ¿Estás perdida? – preguntó Rapunzel a la par que emprendía la marcha acompañada de Caperuza Roja.

- No… Vengo a por vos… - Respondió una Caperuza Roja encontrada, a una Rapunzel menos perdida.

Ambas siguieron atravesando el bosque, espalda con espalda algunas veces en las que los lobos quisieron devorarla; hombro con hombro, otras veces en las que podían limitarse a pasear y charlar. Siempre bajo las copas de unos árboles lluviosos.


4 gota(s) de lluvia ha(n) caido**:

Anónimo dijo...

Dicen que segundas partes nunca fueron buenas, y menos cuando se da un crossover entre personajes conocidos por sus respectivas historias, pero en tu caso te ha quedado genial. Enhorabuena.

Un beso

Ann dijo...

Querida, ¿Cómo arranco la sonrisa de mis labios ahora?
Realmente este es uno de los mejores regalos que he podido recibir, tus palabras, esos "vos", el bosque, la lluvia, la espada, la trenza, el café, el Otoño... los lobos muertos.
Gracias, y no me alcanzan las palabras para devolverte y agradecerte tanta magia, tanta ilusión, tantas letras y horas y días y charlas y cariño.
Te quiero, mucho, muchísimo, Rapunzel. Y ahora, en ese bosque lluvioso, mucho más.
Un abrazo de Caperuza.

Marcos Callau dijo...

Qué ingenioso este cuento que nos cuentas. Me ha encantado, estupenda Caperucita...jejeje

cronicasdediaslluviosos dijo...

Fénix, la verdad es que no es una segunda parte, es más bien un plagio de personajes jajaja, una mezcla un poco rara, pero me alegra mucho que te haya gustado.


Anita, querida mía, no la arranques, está muy bien dónde está, sabía que te gustaría, es un cuento ideal para ti, para mí, para ellas dos. Gracias a ti, por esa amistad tan hermosa que me regalas, a saber dónde estaría yo sin ella… Un abrazo de Rapunzel.


Marcos, la verdad es que el cuento es raro, pero bueno, aún no conocéis mi faceta destripadora de cuentos, jajajaja. Me alegra el día que te guste lo que escribo, de verdad.


Un saco de besos.

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"En su texto, el escritor levanta su hogar. Así como acarrea papeles, libros, lápices y documentos de cuarto en cuarto, así crea el mismo desorden en sus pensamientos. Éstos se vuelven muebles en los que se sumerge, contento o irritable. Los golpea con afecto, los gasta, los mezcla, reacomoda, arruina. Para quien ya no tiene patria, el escribir se transforma en un lugar donde vivir."
(Th. W. Adorno, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada)
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"De repente me he vuelto pequeñita, tanto que un soplido podría romperme; pero ese soplo nunca llega porque él nunca respira, nunca duerme, nunca escucha; es como un centinela, sabe que sus cosas – las “cosas” de su propiedad - no se moverán. Yo… tampoco me moveré, permaneceré aquí callada, encerrada, con las ventanas y las puertas abiertas."

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