martes, 4 de octubre de 2011

Yami [1]

© Estefanía V G 2011
Relato publicado


El filo de metal rozaba su pálida mejilla. Ella, sentada en el suelo, desnuda, con las piernas encogidas hacia un lado y el Kimono derramado por encima de su espalda, lo miraba; sus labios emborronados, sus ojos negros y los cabellos, a ambos lados de su rostro, como nubarrones negros arrasando un horizonte de pálido atardecer.
      
      - ¿No vas a suplicar por tu vida? – Pregunta él, de pie frente a ella, empuñando la Katana en una de sus manos.
      
      Ella parpadea, y una sonrisa dulce aparece en aquellos labios rojos que minutos antes había besado.
      
       - ¡Habla! – el ímpetu del grito hace temblar su muñeca y el filo de metal lame, voraz, la mejilla de la mujer desnuda, de espalda encorvada y Kimono violáceo. – Habla. ¡Ya!
      
      No iba a hacerlo y él lo sabía. No le suplicaría, no lloraría, no temblaría de miedo, ni se postraría a sus pies pidiendo clemencia. Seguiría allí, mirándolo, gentil y complaciente.
      
      - Estás sangrando. – Pero no apartó la Katana.
      
      Ella retira el Kimono de su hombro derecho, evitando, así, que el fluido rojo quede irremediablemente teñido en su superficie. No podría perdonárselo a sí misma, aquél era el Kimono más caro de todo Japón, y era suyo.
      
      Poco a poco, el peso del Kimono cede ante la silueta femenina hasta dejarla completamente desnuda.
      
      - Te marcaré la cara. No podrás volver a mirar a nadie así. Nadie pagará por tu compañía, ni por tu sonrisa, ni por uno de tus pestañeos.
      
      La sonrisa de la chica desaparece, despega al fin sendos labios y, sin apartar su mejilla, susurra:
      
      - ¿Quieres que te recuerde quién es mi Danna[2]? No creo que quieras tener problemas con él.
      
      Él titubea, examina los ojos de la mujer, su expresión desenfadada, el tono dulce de su voz. Y, al fin, aparta la Katana y la enfunda.
      
      - ¿Debo recordártelo yo? ¿Qué clase de Geisha se salta sus protocolos? –Él y su ceño fruncido, apartan la mirada de Kasumi[3], que, desenfadada, se levanta del suelo, recoge el pesado hikizuri[4] y lo deposita, grácilmente, sobre su correspondiente percha de madera.
      
      Él deja caer su Katana al suelo y la sujeta por la muñeca, obligándola a volver a su cercanía.
      
      - Es tu deber sanar mis heridas de guerra, es tu deber vendar mi cuerpo ¡Tu deber! – la ira, abundante y corrosiva, en sus ojos. – La muerte del mejor Samurai de la historia te maldecirá.
      
      Al fin, la Geisha lo abraza cariñosamente, su cuerpo lechoso y frío se aferra a él con fuerza. Él no la corresponde.
      
      - Sabes que no puedo faltar a las celebraciones importantes. Akari, al fin ha logrado dominar el shamisen[5] y debía presentarla en sociedad.
      
      La mujer da un par de pasos alrededor del guerrero, la batalla ha sido dura, y, él, como siempre, ha combatido en primera línea. Acaricia, con cuidado, la espalda que, grande y tosca, se ha llevado la peor parte.
      
      
      
      
      
      
      
      
      
      [1] Traducido al español significaría "Oscuridad, tinieblas, penumbra".
      
      [2] Protector, hombre adinerado con recursos para financiar los elevados costos del entrenamiento de la geisha y otros gastos considerables.
      
      [3] Traducido al español significaría "Niebla".
      
      [4] Kimono formal con emblemas familiares.
       
    [5] Intrumento de cuerda  que consta de una caja cuadrada y largo mástil; se toca con púa.

1 gota(s) de lluvia ha(n) caido**:

Marcos Callau dijo...

Es un relato estupendo, Crónicas. Enhorabuena por su publicación.

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"En su texto, el escritor levanta su hogar. Así como acarrea papeles, libros, lápices y documentos de cuarto en cuarto, así crea el mismo desorden en sus pensamientos. Éstos se vuelven muebles en los que se sumerge, contento o irritable. Los golpea con afecto, los gasta, los mezcla, reacomoda, arruina. Para quien ya no tiene patria, el escribir se transforma en un lugar donde vivir."
(Th. W. Adorno, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada)
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"De repente me he vuelto pequeñita, tanto que un soplido podría romperme; pero ese soplo nunca llega porque él nunca respira, nunca duerme, nunca escucha; es como un centinela, sabe que sus cosas – las “cosas” de su propiedad - no se moverán. Yo… tampoco me moveré, permaneceré aquí callada, encerrada, con las ventanas y las puertas abiertas."

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