jueves, 5 de julio de 2012

Blanca como la nieve - 1 -


Suspira, le pesan los hombros, se encorva su espalda. Sí… Es el alma de ese hombre, alto y rubio, que en su terrible caída, arrastra su cuerpo grande y fibroso. Ahí está, su mirada fija, llena de dolor y de muerte. Acaricia, tembloroso, con la palma de sus manos, los delicados pies de la muchacha. Están tan fríos…
En esa maldita cámara funeraria lo único que palpita es su propio corazón, que derrama violentamente la sangre por todo el cuerpo, repartiéndola a golpes rápidos y certeros.
- Todo, te lo has llevado todo contigo,  tu vida, y la mía. No me has dejado nada. – Susurra, en un débil hilo de voz que retumba en la cámara funeraria.
Observa, con la viva imagen del dolor anclada en sus ojos, el cuerpo muerto de la mujer, sobre un lecho de pieles, que él cuidadosamente ha preparado. Estaba tan fría cuando la sacó del ataúd de cristal que tuvo la impresión de que el cristal que la rodeaba se había adherido a su piel. Ahora mira sus cabellos, nubes negras que se derraman… cuántos días de felicidad perdida entre aquellas tormentosas nubes.

*

Cazador sin nombre, llora como un niño, llora por su destino y por el tuyo, ríndele pleitesía a la muerte que ahora habita en ella, y mora también por tus entrañas. Lo sabes, sabes que sin ella no hay vida posible. ¡Mentiroso! ¡Borracho! Ni siquiera en el estado lamentable en el que hoy te encuentras has podido borrar un solo recuerdo. Tus rodillas ya no te sostienen, fallan y caes al suelo, aferrándote al cuerpo muerto de la mujer que amas.
Vuelves aquí cada noche para llorarla, abres el ataúd de cristal que le fabricaron, la sacas de su lecho de rosas y la tiendes sobre el altar funerario de piedra, previamente preparado con tus mejores pieles. Ella, pálida y fría, derrama todo su cuerpo sobre tus brazos, esos mismos brazos que desde aquel día la estrecharon con ternura tantas veces, recuerdas esos momento y pretendes, iluso, revivirlos de nuevo, abrazándola como antaño… con amor, con ternura, lleno de cariño, pero ya no es lo mismo. La depositas en el altar, a duras penas, henchido de recuerdos quemando tu palpitante corazón. Acaricias su cuello, su barbilla, sus labios rojos.
Todas las noches vienes aquí, a pedirle besos a una muerta.
Un gemido de dolor punzante para este cazador que al final cumplió la misión que la reina le había encomendado.

*

- Vuelve, vuelve a mí.  
Susurra el hombre desesperado al recordar las palabras de la reina.

*

- Tráeme su corazón.
Al menos una docena de guardias me rodeaban, hombres de afiladas espadas en ristre, hombres de miradas vacías. No me quedaba alternativa posible. Allí estaba ella, la reina, altiva, terriblemente hermosa: aquella mujer a la que todos amaban con desesperación y locura. Sus ojos negros y profundos, sus labios carnosos y rosados, vertiendo sobre mí sus delirios.
- Mi reina, soy un humilde cazador, no un asesino.
- Tú serás lo que yo diga que seas. – Grita furibunda.
Y no hay réplica alguna, cuentan en el mercado que su furia es peor que la muerte, que es capaz de cosas… cosas tan horribles que no puedo ni imaginar. Así que unos minutos después salgo de aquel funesto castillo con una caja de oro y plata entre las manos.

*

Cazador, te dejó marchar solo, aquél fue el primer error que la reina cometió. Y mírate ahora, al final del cuento, gritando de dolor, corroído por la culpa, el miedo apoderándose de tus pulmones y tus titilantes manos acariciando el cuerpo de la muerte hasta llegar a sus pies y contemplarla, toda ella, tan hermosa, tan delicada. Detestarla no te hará sentir mejor, lo sabes.
Ahora recuerdas cómo lavaste su cuerpo flácido antes de introducirla en el ataúd de cristal, y emprender el viaje de vuelta a casa. En procesión, todos marchasteis tras ella, como marchaste tú a su encuentro, hacia el bosque maldito, con la promesa de volver con un corazón humano entre las manos. Pobre cazador, tan valiente como estúpido.

*

Uno de los artífices del féretro de cristal entra en la cámara funeraria y se acerca, cabizbajo al cazador.
- Márchate a dormir…
Intenta recoger con sus pequeños brazos el cuerpo muerto de mujer.
- ¡No! No la toques – grita el miserable cazador, acompañado de todas sus desgracias.
- Siempre lo mismo, al caer el sol siempre te encuentro aquí, borracho, trastabillando, llorando como una mujer lo que no supiste defender como un hombre. Déjala descansar en paz.
- No… - Suplica el miserable borracho, - ¿No la ves? Está dormida.
- ¡Está muerta, maldita sea! – Los siete culparon al cazador de la muerte de la muchacha, pero sólo uno se apiadó de él.
El cazador anduvo perdido entre la nada y el olvido, caminó por el sucio barro de las calles y dejó un doloroso sendero de lágrimas penitentes  a su paso. Pero volvió la noche siguiente, sumido en la misma lamentable decadencia. El instinto es mal consejero para un hombre destrozado, te pedirá que ahogues tus recuerdos, dejando una dulce promesa de olvido que no se cumplirá jamás; pero tú, loco enamorado, caes en la pusilánime trampa.
El cazador entró, una de tantas noches, en la posada, y pidió, como de costumbre, una jarra del brebaje más fuerte que allí despachasen. Dentro de aquel primer trago, siempre el más amargo, vivía el recuerdo de la primera vez que la vio, entró amargo y maloliente, se deslizó por su lengua y en caída libre llegó directo al corazón.

*

La frontera del bosque oscuro había quedado atrás, hacía ya varias horas. El frio empezaba a calarme hasta los huesos y la oscuridad se volvía cada vez más y más espesa. Que yo hubiera conseguido entrar y salir de aquí con vida un par de veces no me aseguraba la tercera. Esa maldita reina no atiente a razones, está loca, toda la ciudad es un amasijo de pobreza y ruinas desde que ella llegó.
El cuchillo me tiembla entre las manos, la afilada hoja de mi hada palpita en el cinto… El corazón de una niña, por un saco de monedas ¿a quién pretendo engañar?
La niebla, oscura y pastosa se adhiere a mis piernas como si fuera alguna especie de líquido. Odio éste maldito lugar. Si esa niña ha entrado aquí estará muerta de frío, yo estoy temblando, aun a pesar del abrigo que me proporcionan las pieles.

*

Y la idea de la muerte quiere obligarte a volver a tu realidad, te aferras desesperado a la delicada y fría mano de tu amada,  entrelazas sus dedos con los tuyos. No recuerdas el recorrido de una posada a otra, no recuerdas ninguna pelea, ni recuerdas cómo llegaste a la cámara funeraria, pero aquí estás de nuevo. Al acercarte a ella, el olor aún escondido en sus cabellos te devuelve al pasado.

*

Con el machete en una mano y el hacha en la otra, avanzo, sigiloso, escrutando el bosque, atento, acechante. Todo pasa tan rápido que cuando me doy cuenta he clavado el hacha en el tronco del árbol, y una mujer de increíble belleza está atrapada entre mi cuerpo y el tronco del árbol muerto. Aterrada, ni siquiera se atreve a abrir los ojos, pues mi machete amenaza con abrir paso sobre su yugular. El pulso ni siquiera me tiembla al contemplar a mi presa. Ya la tengo.
- ¡Por favor! No me haga daño.
Yo esperaba una niña y he encontrado a una mujer, esperaba a una niña sin nombre, y aquí está ella, aterrorizada, suplicando por su vida.
- ¿Quién eres, mujer, qué haces en este bosque?
- intento cruzar al otro lado. – Susurra, esta temblando de frío, o de miedo.
- No hay otro lado – le increpo, apartando la afilada hoja de su garganta.
Sin duda alguna, es ella la que busco y más vale que sea rápido, quiero salir de aquí, matarla, extraerle el corazón y volver a casa, no será difícil. Pero ella abre los párpados, y me dirija una sola mirada, el viento se levanta, tan oportuno como prodigioso, y se lleva los mechones de cabello que cubrían su rostro. Un solo segundo en el que ella me mira, y yo le devuelvo la mirada, pasmado, deslumbrado por ella. Estupefacto, doy unos cuantos pasos liberándola de mi cuerpo, temeroso de mis impulsos. Y miro hacia otro lado.
- Vete – susurran mis labios.
- ¿Es cierto que no hay otro lugar en el mundo que éste reino?
Apenas presto atención a su melódica voz, no quiero mirarla, por temor a que la extraña sensación me embargue de nuevo.
Los labios rojos y carnosos que me suplicaban por su vida ahora depositan en mí su confianza.
- ¡Márchate! Vete lejos, y no vuelvas nunca.
Y mientras pronuncio mis palabras, suponiendo que en cualquier momento e alejará y no volveré a encontrarme con su mirada, me permito contemplarla por última vez. Está medio desnuda, pálida como la nieve, sus muslos temblorosos y frágiles, sus brazos y su abdomen cubiertos de barro. ¿Quién es esta mujer y por qué es tan importante para la reina?
- Ayúdame.
Inocente y cándida, me susurra con ternura. ¿Cómo puede ser? Soy un animal que ha venido a arrancarle el corazón y llevárselo.
La miro de nuevo a los ojos. Estoy perdido. Resbalo mejilla abajo, su piel tersa y suave, sus labios… tan asustados, tan solos. Un gruñido por mis errores y me desprendo de las pieles para cubrirla a ella. Nos queda un largo camino y su cuerpo está frío como la nieve.


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"En su texto, el escritor levanta su hogar. Así como acarrea papeles, libros, lápices y documentos de cuarto en cuarto, así crea el mismo desorden en sus pensamientos. Éstos se vuelven muebles en los que se sumerge, contento o irritable. Los golpea con afecto, los gasta, los mezcla, reacomoda, arruina. Para quien ya no tiene patria, el escribir se transforma en un lugar donde vivir."
(Th. W. Adorno, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada)
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