miércoles, 12 de octubre de 2011
Samanta
19:08:00 | Escrito por
cronicasdediaslluviosos |
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Los finos y delicados tacones resuenan en cada uno de los escalones
hasta llegar al tercer piso, en el que un arrebato de dolor la empuja a
quitárselos y subir descalza hasta la puerta número 22.
Y ahí llega, bajo el pesado abrigo, goteando aun los restos de la lluvia torrencial que cae sobre la ciudad, exhausta, irritada, ansiosa por llegar a casa y encontrarlo quizás tendido en el sofá, como tantas otras veces. Abrir la puerta y encontrar la pequeña lámpara anaranjada del salón reluciendo, la rosa de ayer en el mueble de la entrada, metida en un vaso, drogada con aspirina para que aún agonice unos días más antes de morir definitivamente… y sobre todo el olor de la comida, él y su delantal, la cuchara de madera con la que estaba cocinando, su sonrisa, sus besos, sus atentas preguntas.
Fuera anochece, los últimos rayos de sol bostezan antes de dormirse por completo, la ventana del descansillo de la escalera muestra un cielo violáceo, nubes grises, un manto de agua cae furioso sobre el asfalto.
Samanta rebusca ensimismada las llaves en el bolso, mientras centra su mirada vacía en el ventanal del rellano, va palpando poco a poco: un pintalabios, la agenta, la cartera, la llave del coche, un bolígrafo, el cuadernillo de bocetos, el estuche de lápices que él le regaló. Poco a poco va buscando, sin ponerse nerviosa, llena del sonido de las gotas de lluvia sobre el cristal, la luz de descansillo se apaga, una pequeña luz anaranjada reluce al lado de la puerta de casa, pero no importa, no necesita luz para encontrar las llaves en el bolso.
Unos pendientes, el paquete de tabaco, papeles, un tampón, un paquete de pañuelos. El ascensor sube y baja, un trueno cruza el cielo lleno de furia, el brillo del sol ha muerto ya en el horizonte.
La diminuta luz parpadea, hay una campana dibujada en ella. No, no llamará al timbre. La manga de la chaqueta ha humedecido ya todo el bolso por dentro, ¿el teléfono móvil se habrá estropeado? Recuerda el instante, preciso, fugaz, pasado, un instante en el que fue feliz, quizás hablando con él por teléfono, quizás cuando la regañaba porque nunca se daba cuenta de que el móvil estaba gritando dentro del bolso; recuerda la placentera y cálida sensación en el centro de su cuerpo, en su corazón, en sus ojos. Y sonríe.
¡Aquí están! Encuentra las llaves y ansiosa introduce la llave en su lugar, metálica, fría, gris… abre la puerta de golpe, buscando la luz de la lámpara, buscando la rosa agonizante. Entra y cierra la puerta apoyándose en ella. Otro rayo le otorga luz fugaz. La lámpara está apagada, el ambientador de lavanda; la rosa seca, muerta, cabizbaja, la saluda. En la mesa no hay cubiertos, en la cocina no hay nadie. Deja caer la empapada chaqueta al suelo, la blusa también cae pesadamente en su primer paso hacia la cama, los zapatos, las medias, la falda, el sujetador, el tanga. Unos pasos más, y abre la puerta de la habitación, el bolso se derrama sobre el parqué, una ventisca le retira los cabellos mojados de la cara, nubes en la habitación, la nieve se desploma, sobre la cama de dos metros de largo y dos de ancho, los copos blancos se amontonan en la mesilla de noche en la que aun reposa su fotografía, sus ojos marones, su mirada limpia, la barba de tres días, la luminosa sonrisa, la nieve la cubre, solamente se distinguen ya sus pobladas cejas.
Samanta besándolo en el cuello, Samanta abrazándolo, su cuerpo cálido, el rizado de sus pectorales, sus grandes manos, el compás de su respiración. Samanta, desde la puerta, mirándose, mirándolo, recordándose, recordándolo, puede ver como la nieve la cubre tendida en la cama, durmiendo junto a él. La primera lágrima suicida cruza su mejilla, él, y sus desordenadas palabras musitadas mientras duerme, él y su rostro lleno de nieve.
Las huellas en la nieve de unos pies grandes llegan hasta la puerta, van en dirección a la puerta; no dudan, no titubean. Sí, son pisadas que prometen un adiós, marcas en la nieve que no volverán jamás sobre el parqué de madera que resiste debajo del manto blanco.
Las lágrimas caen. Él y su corazón acompasado, un tambor, fuerte, sólido, tranquilizador. El rayo que acaba de retumbar logra hacer que ambos desaparezcan de la cama, pero la nieve sigue desplomándose silenciosa. A oscuras, el reloj se desliza por su muñeca hasta morir en el suelo, el cristal se rompe; ella avanza hacia la cama fría y húmeda, se repliega sobre su cuerpo. La nieve la cubre de cariño, de besos fríos sobre piel desnuda.
Samanta, titila bajo la nieve, mientras se despide de sus latidos nerviosos, mientras los encierra en un recóndito lugar oscuro y frío, mientras se despide de las pisadas, mientras se queda dormida.
2) Y seguidamente yo redactaría una historia de extensión libre, y dándole un sentido o un trasfondo al argumento que se me ha planteado.
Y ahí llega, bajo el pesado abrigo, goteando aun los restos de la lluvia torrencial que cae sobre la ciudad, exhausta, irritada, ansiosa por llegar a casa y encontrarlo quizás tendido en el sofá, como tantas otras veces. Abrir la puerta y encontrar la pequeña lámpara anaranjada del salón reluciendo, la rosa de ayer en el mueble de la entrada, metida en un vaso, drogada con aspirina para que aún agonice unos días más antes de morir definitivamente… y sobre todo el olor de la comida, él y su delantal, la cuchara de madera con la que estaba cocinando, su sonrisa, sus besos, sus atentas preguntas.
Fuera anochece, los últimos rayos de sol bostezan antes de dormirse por completo, la ventana del descansillo de la escalera muestra un cielo violáceo, nubes grises, un manto de agua cae furioso sobre el asfalto.
Samanta rebusca ensimismada las llaves en el bolso, mientras centra su mirada vacía en el ventanal del rellano, va palpando poco a poco: un pintalabios, la agenta, la cartera, la llave del coche, un bolígrafo, el cuadernillo de bocetos, el estuche de lápices que él le regaló. Poco a poco va buscando, sin ponerse nerviosa, llena del sonido de las gotas de lluvia sobre el cristal, la luz de descansillo se apaga, una pequeña luz anaranjada reluce al lado de la puerta de casa, pero no importa, no necesita luz para encontrar las llaves en el bolso.
Unos pendientes, el paquete de tabaco, papeles, un tampón, un paquete de pañuelos. El ascensor sube y baja, un trueno cruza el cielo lleno de furia, el brillo del sol ha muerto ya en el horizonte.
La diminuta luz parpadea, hay una campana dibujada en ella. No, no llamará al timbre. La manga de la chaqueta ha humedecido ya todo el bolso por dentro, ¿el teléfono móvil se habrá estropeado? Recuerda el instante, preciso, fugaz, pasado, un instante en el que fue feliz, quizás hablando con él por teléfono, quizás cuando la regañaba porque nunca se daba cuenta de que el móvil estaba gritando dentro del bolso; recuerda la placentera y cálida sensación en el centro de su cuerpo, en su corazón, en sus ojos. Y sonríe.
¡Aquí están! Encuentra las llaves y ansiosa introduce la llave en su lugar, metálica, fría, gris… abre la puerta de golpe, buscando la luz de la lámpara, buscando la rosa agonizante. Entra y cierra la puerta apoyándose en ella. Otro rayo le otorga luz fugaz. La lámpara está apagada, el ambientador de lavanda; la rosa seca, muerta, cabizbaja, la saluda. En la mesa no hay cubiertos, en la cocina no hay nadie. Deja caer la empapada chaqueta al suelo, la blusa también cae pesadamente en su primer paso hacia la cama, los zapatos, las medias, la falda, el sujetador, el tanga. Unos pasos más, y abre la puerta de la habitación, el bolso se derrama sobre el parqué, una ventisca le retira los cabellos mojados de la cara, nubes en la habitación, la nieve se desploma, sobre la cama de dos metros de largo y dos de ancho, los copos blancos se amontonan en la mesilla de noche en la que aun reposa su fotografía, sus ojos marones, su mirada limpia, la barba de tres días, la luminosa sonrisa, la nieve la cubre, solamente se distinguen ya sus pobladas cejas.
Samanta besándolo en el cuello, Samanta abrazándolo, su cuerpo cálido, el rizado de sus pectorales, sus grandes manos, el compás de su respiración. Samanta, desde la puerta, mirándose, mirándolo, recordándose, recordándolo, puede ver como la nieve la cubre tendida en la cama, durmiendo junto a él. La primera lágrima suicida cruza su mejilla, él, y sus desordenadas palabras musitadas mientras duerme, él y su rostro lleno de nieve.
Las huellas en la nieve de unos pies grandes llegan hasta la puerta, van en dirección a la puerta; no dudan, no titubean. Sí, son pisadas que prometen un adiós, marcas en la nieve que no volverán jamás sobre el parqué de madera que resiste debajo del manto blanco.
Las lágrimas caen. Él y su corazón acompasado, un tambor, fuerte, sólido, tranquilizador. El rayo que acaba de retumbar logra hacer que ambos desaparezcan de la cama, pero la nieve sigue desplomándose silenciosa. A oscuras, el reloj se desliza por su muñeca hasta morir en el suelo, el cristal se rompe; ella avanza hacia la cama fría y húmeda, se repliega sobre su cuerpo. La nieve la cubre de cariño, de besos fríos sobre piel desnuda.
Samanta, titila bajo la nieve, mientras se despide de sus latidos nerviosos, mientras los encierra en un recóndito lugar oscuro y frío, mientras se despide de las pisadas, mientras se queda dormida.
Relato improvisado. Argumento por cortesía de :
"ella está sentada en la nieve, acurrucada en una esquina y sin creerse aun que él se haya ido...desesperada vuelve a mirar sus huellas y se jura a si misma que las cosas ya no serán igual en su vida..."
El juego narrativo consiste en:
1) Propón un argumento. Ejemplo: Dos mujeres en un ascensor, discuten acaloradamente, y una de ellas, saca una pistola, la apoya en la sien de la otra, y dispara.2) Y seguidamente yo redactaría una historia de extensión libre, y dándole un sentido o un trasfondo al argumento que se me ha planteado.
martes, 4 de octubre de 2011
Yami [1]
11:09:00 | Escrito por
cronicasdediaslluviosos |
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© Estefanía V G 2011
Relato publicado
Relato publicado
El filo de metal rozaba su pálida mejilla. Ella, sentada en el suelo, desnuda, con las piernas encogidas hacia un lado y el Kimono derramado por encima de su espalda, lo miraba; sus labios emborronados, sus ojos negros y los cabellos, a ambos lados de su rostro, como nubarrones negros arrasando un horizonte de pálido atardecer.
- ¿No vas a suplicar por tu vida? – Pregunta él, de pie frente a ella, empuñando la Katana en una de sus manos.
Ella parpadea, y una sonrisa dulce aparece en aquellos labios rojos que minutos antes había besado.
- ¡Habla! – el ímpetu del grito hace temblar su muñeca y el filo de metal lame, voraz, la mejilla de la mujer desnuda, de espalda encorvada y Kimono violáceo. – Habla. ¡Ya!
No iba a hacerlo y él lo sabía. No le suplicaría, no lloraría, no temblaría de miedo, ni se postraría a sus pies pidiendo clemencia. Seguiría allí, mirándolo, gentil y complaciente.
- Estás sangrando. – Pero no apartó la Katana.
Ella retira el Kimono de su hombro derecho, evitando, así, que el fluido rojo quede irremediablemente teñido en su superficie. No podría perdonárselo a sí misma, aquél era el Kimono más caro de todo Japón, y era suyo.
Poco a poco, el peso del Kimono cede ante la silueta femenina hasta dejarla completamente desnuda.
- Te marcaré la cara. No podrás volver a mirar a nadie así. Nadie pagará por tu compañía, ni por tu sonrisa, ni por uno de tus pestañeos.
La sonrisa de la chica desaparece, despega al fin sendos labios y, sin apartar su mejilla, susurra:
- ¿Quieres que te recuerde quién es mi Danna[2]? No creo que quieras tener problemas con él.
Él titubea, examina los ojos de la mujer, su expresión desenfadada, el tono dulce de su voz. Y, al fin, aparta la Katana y la enfunda.
- ¿Debo recordártelo yo? ¿Qué clase de Geisha se salta sus protocolos? –Él y su ceño fruncido, apartan la mirada de Kasumi[3], que, desenfadada, se levanta del suelo, recoge el pesado hikizuri[4] y lo deposita, grácilmente, sobre su correspondiente percha de madera.
Él deja caer su Katana al suelo y la sujeta por la muñeca, obligándola a volver a su cercanía.
- Es tu deber sanar mis heridas de guerra, es tu deber vendar mi cuerpo ¡Tu deber! – la ira, abundante y corrosiva, en sus ojos. – La muerte del mejor Samurai de la historia te maldecirá.
Al fin, la Geisha lo abraza cariñosamente, su cuerpo lechoso y frío se aferra a él con fuerza. Él no la corresponde.
- Sabes que no puedo faltar a las celebraciones importantes. Akari, al fin ha logrado dominar el shamisen[5] y debía presentarla en sociedad.
La mujer da un par de pasos alrededor del guerrero, la batalla ha sido dura, y, él, como siempre, ha combatido en primera línea. Acaricia, con cuidado, la espalda que, grande y tosca, se ha llevado la peor parte.
[1] Traducido al español significaría "Oscuridad, tinieblas, penumbra".
[2] Protector, hombre adinerado con recursos para financiar los elevados costos del entrenamiento de la geisha y otros gastos considerables.
[3] Traducido al español significaría "Niebla".
[4] Kimono formal con emblemas familiares.
[5] Intrumento de cuerda que consta de una caja cuadrada y largo mástil; se toca con púa.
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"En su texto, el escritor levanta su hogar. Así como acarrea papeles, libros, lápices y documentos de cuarto en cuarto, así crea el mismo desorden en sus pensamientos. Éstos se vuelven muebles en los que se sumerge, contento o irritable. Los golpea con afecto, los gasta, los mezcla, reacomoda, arruina. Para quien ya no tiene patria, el escribir se transforma en un lugar donde vivir."(Th. W. Adorno, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada)
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"De repente me he vuelto pequeñita, tanto que un soplido podría romperme; pero ese soplo nunca llega porque él nunca respira, nunca duerme, nunca escucha; es como un centinela, sabe que sus cosas – las “cosas” de su propiedad - no se moverán. Yo… tampoco me moveré, permaneceré aquí callada, encerrada, con las ventanas y las puertas abiertas."
Para leer el relato completo: AQUI