lunes, 5 de diciembre de 2011

París




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PRIMERA PARTE




"París, ella, y un par de días es todo lo que necesito. Nunca entenderé cómo, ni por qué pero ella lo consigue, consigue pegar los pedazos, sin preguntas, sin quejas, sin compasión; su risa siempre dispuesta a contagiarme; sus ojos atentos, negros, expectante, observándome, como si nada más existiera; sus labios, susurrantes, carnosos, rosados, me muerden, me besan, me arrastran; su cuerpo tibio, acompañándome, sobre mí, a mi lado, a unos pasos, nunca demasiado lejos; su viola, gritando a altas horas de la madrugada; su piso, situado en La Rue de la Harpe, pequeño, tan pequeño que no tiene puertas, nada más entrar, la cocina a la izquierda y el salón también, el ventanal, la pared, una cornisa a la izquierda y la habitación, el cuarto de baño y la ducha parecen un armario empotrado más… era minúsculo la primera vez que entré, con ella tomada de la mano; pero ahora, ahora es inmenso, o al menos así me lo parece."





miércoles, 9 de noviembre de 2011

Muerte - Cap.3



Capítulo 1: Apocalípsis










Capítulo 2: Exterminio






 Muerte - Cap.3



Agua. Despertó en mitad de un charco de agua y barro, todo su cuerpo tiritando, sus labios amoratados, su ropa desvencijada cubierta de barro; y se preguntó cuánto tiempo habría dormido y qué había soñado. "¿Acaso sueñan los muertos?", una sonrisa amarga acudió a su encuentro, vaya pregunta, "muertos".  Ella no está muerta, no, no lo está; tampoco está viva, simplemente está, está varada en el tiempo.
           
      Se llevó las manos a los ojos y encontró las cicatrices de sus párpados. Suspira, y cada mañana dedica unos minutos a recordar aquella cueva, y aquellos días que le siguieron. Ardua es la condena que pesa sobre sus hombros, horrible el camino que le ha sido encomendado. Se levanta, intenta sacudir el barro de su ropa, no lo ve, pero lo siente.
           
      - ¿Quién anda ahí? – Grita, finge estar asustada, - ¡Por favor! ¿Responde? ¿Quién anda ahí? – lleva décadas interpretando el mismo papel, sabe cómo camuflarse, tuvo que aprender a hacerlo.
          
      Con pequeños y torpes pasos temblorosos, manos en ristre y rostro compungido, interpreta su función: se camufla entre las vulgaridades del ser humano. Una mujer armada se acerca, es una mujer valiente, puede verlo con claridad, su luz irradia valor, la contagia y se ve obligada a respirar hondo.
        
      - ¡Por favor, soy una pobre ciega! Tened piedad de mí. – Suplica clemencia, arrodillada en el barro.
         
      La mujer se detiene cerca de ella, la observa con detenimiento, la apunta con el arco. Andrómeda se echa a llorar.
          
      - ¿Quién anda ahí? – Y un torrente de lágrimas desesperadas brota de sus ojos. No sabe cómo, pero aprendió a hacerlo, aprendió a llorar, a lograr aparentar algo que sólo era… a medias.
          
      La mujer valiente afloja el arco, está débil, hace días que no ha probado bocado. Comió carne humana, intentó no volver a hacerlo, pero fue inútil: la necesitaba. Sin embargo, aquella pobre ciega… no pudo hacerlo, así que se marchó sin decir ni una sola palabra.
         
      Andrómeda, que sigue llorando encogida sobre sus piernas, en mitad del barro, levanta su cabeza y suspira, la mujer se ha ido corriendo.
          
      Un rayo lejano; la lluvia nace de las nubes rojas instaladas en lo alto del cielo. Llueve sangre. Desde los ojos de Andrómeda puede verse con claridad: las nubes rojas que creó el ángel exterminador, arrojan a la tierra la sangre de todos los condenados que murieron aquella noche. Llovió fuego, y ceniza, y ardieron todos los animales del planeta. Llovieron estrellas incandescentes, los gritos, el olor a carne quemada, y luego… luego el silencio, y las ruinas. Mucha lluvia roja ha caído desde entonces, las plantas volvieron, los animales no. Las imágenes se arremolinan en la mente de la mujer que despertó al exterminador.
        
      "¡Ya basta! Haz un esfuerzo, Andrómeda; reconstruye la historia, los supervivientes la olvidaron, la convirtieron en leyenda, pero tú no… tú no puedes olvidarla. Hace tanto de todo aquello… ¡No! No la olvides, me lo prometiste; prometiste que guardarías la memoria de los muertos; me prometiste que ésa sería tu penitencia. Tranquila… recuerda… recuerda lo que pasó cuando llegaste a la salida de la cueva; recuerda el momento en que él te condenó" - piensa Andrómeda para sí misma, respira acelerada, llena de horror. Cada día, todos y cada uno de los días…


viernes, 4 de noviembre de 2011

Madera de Lápiz

Fue entones cuando cerré, al fin, el pasador oxidado. Y…. ¿Sabes? Estoy orgullosa de éste candado que he fabricado con tus despojos; de hecho ni siquiera me hace falta abrirlo para volver a ti por última vez. Las nubes moribundas, tus insípidos y decepcionantes ojos oscuros, la devoción, el frío invierno, los truenos, el olor a madera mojada, la sangre, mía…. Los latidos de mi corazón en una mano, tus palabras congeladas en la otra.
     
      No quiero ni contar las veces en que tus desagradables y confusos labios me hicieron parir relatos furiosos, historias viscerales camufladas de ficción.
     
      Tú, carne muerta y distante, como la madera del baúl en el que he guardado las historias nacidas de mis manos, engendradas por tus labios.
     
      Gracias, baúl mío, estático y cerrado; gracias madera frígida, por tus semillas; gracias, mi prostituta musa, por regalarme sensaciones que con dedicación y esfuerzo he convertido en relatos, en novelas, en cuentos de princesas destronadas, en historias trepidantes, en estrellas desparramadas, o codiciadas ilusiones esculpidas.
     
     
      El sótano, a la llave le cuesta pero, pasados unos minutos de forcejeo la cerradura cede y la puerta exhala un gruñido. Hace tanto frío aquí abajo… desciendo, palpando las paredes, hasta el interruptor de la luz; huele a madera… y no puedo escapar de la inminente sonrisa. La pobre bombilla aparece, encendiendo las motas de polvo que levitan, nieva y los diminutos copos han quedado perdidos en el tiempo. Estornudo.
     
      Un poco más y estarás en el lugar que te he reservado. Y escalón a escalón, golpe a golpe, la madera de tu baúl grita de dolor hasta llegar al final de la escalera. Logro, a duras penas, arrastrarlo y encajarlo dónde corresponde, junto al resto. Al lado de mi última musa: Mario era ébano, con las esquinas abrazadas en bronce y un mechón rubio por candado. Qué recuerdos me devuelve ese mechón de pelo… las historias que él despertaba entre mis dedos eran muy diferentes a las tuyas, relatos tiernos, cómplices, llenos de susurros, de dulzura, incluso cuando discutíamos parecían murmurar secretos infantiles. Y otra sonrisa de nuevo, adoro éste lugar, mi cementerio de inspiraciones. Ahora mismo recuerdo… la primera vez que vi a Mario, él y sus gafas de pasta, sus manos en los bolsillos y sus pies inquietos. Ahora que lo pienso… no he vuelto a escribir tantos relatos desde aquel entonces, cuántas ideas me derramaba, una conversación entre risas y yo tenía argumento para una novela entera… ¿Qué habrá sido de él?
     
     
      Vuelvo, y mi mirada se pierde satisfecha entre las motas de nieve. Tengo el sótano enterrado de historias envueltas en madera y la tuya…. Estoy terminando de escribirla en éste mismo instante. Fue hace unos días cuando la decisión me asaltó, el día de mi cumpleaños, después de tus gélidas palabras lo vi todo claro. Hice lo de siempre, abrí tu baúl, un folio, un lapicero, y por primera vez fui incapaz de dedicarte mis palabras, ningún relato, ninguna historia, ningún principio. No había semilla. Al observar la punta del lapicero, sobre tu folio en blanco me di cuenta de que ni siquiera estaba enfadada por las molestias que te habías tomado en hundir, por última vez, uno de los días más tristes del año. Mi mano dispuesta, el lápiz expectante, y el silencio. Ya no hay historia, ni dolorosa, ni entre lágrimas, ni esperanzada, ni abandonada… no la hay.
     
      Acaricio suavemente la madera de pino pulida, y aquí, desde el suelo oscuro de mi sótano, termino la última historia para mi musa muerta: Tú.
     
     
      Tengo el sótano lleno de historias, de arpones susurrantes, de recuerdos varados en el tiempo, difuntas evocaciones de cuentos que ya he escrito. Soy escribidora. Prostituyo mis dedos, fabrico baúles con la madera de mis lapiceros, escribo todo lo que me dan para respirar.
     
      La puerta del sótano se queja de nuevo, la llave, oxidada y remolona, encierra mis baúles.
     
      Hoy una musa más muere entre mis dedos, éstas son las últimas palabras que yo te escribo.
     
      Llueve en la ventana.
miércoles, 12 de octubre de 2011

Samanta

Los finos y delicados tacones resuenan en cada uno de los escalones hasta llegar al tercer piso, en el que un arrebato de dolor la empuja a quitárselos y subir descalza hasta la puerta número 22.
      
      Y ahí llega, bajo el pesado abrigo, goteando aun los restos de la lluvia torrencial que cae sobre la ciudad, exhausta, irritada, ansiosa por llegar a casa y encontrarlo quizás tendido en el sofá, como tantas otras veces. Abrir la puerta y encontrar la pequeña lámpara anaranjada del salón reluciendo, la rosa de ayer en el mueble de la entrada, metida en un vaso, drogada con aspirina para que aún agonice unos días más antes de morir definitivamente… y sobre todo el olor de la comida, él y su delantal, la cuchara de madera con la que estaba cocinando, su sonrisa, sus besos, sus atentas preguntas.
      Fuera anochece, los últimos rayos de sol bostezan antes de dormirse por completo, la ventana del descansillo de la escalera muestra un cielo violáceo, nubes grises, un manto de agua cae furioso sobre el asfalto.
      
      Samanta rebusca ensimismada las llaves en el bolso, mientras centra su mirada vacía en el ventanal del rellano, va palpando poco a poco: un pintalabios, la agenta, la cartera, la llave del coche, un bolígrafo, el cuadernillo de bocetos, el estuche de lápices que él le regaló. Poco a poco va buscando, sin ponerse nerviosa, llena del sonido de las gotas de lluvia sobre el cristal, la luz de descansillo se apaga, una pequeña luz anaranjada reluce al lado de la puerta de casa, pero no importa, no necesita luz para encontrar las llaves en el bolso.
      
      Unos pendientes, el paquete de tabaco, papeles, un tampón, un paquete de pañuelos. El ascensor sube y baja, un trueno cruza el cielo lleno de furia, el brillo del sol ha muerto ya en el horizonte.
      
      La diminuta luz parpadea, hay una campana dibujada en ella. No, no llamará al timbre. La manga de la chaqueta ha humedecido ya todo el bolso por dentro, ¿el teléfono móvil se habrá estropeado? Recuerda el instante, preciso, fugaz, pasado, un instante en el que fue feliz, quizás hablando con él por teléfono, quizás cuando la regañaba porque nunca se daba cuenta de que el móvil estaba gritando dentro del bolso; recuerda la placentera y cálida sensación en el centro de su cuerpo, en su corazón, en sus ojos. Y sonríe.
      
      ¡Aquí están! Encuentra las llaves y ansiosa introduce la llave en su lugar, metálica, fría, gris… abre la puerta de golpe, buscando la luz de la lámpara, buscando la rosa agonizante. Entra y cierra la puerta apoyándose en ella. Otro rayo le otorga luz fugaz. La lámpara está apagada, el ambientador de lavanda; la rosa seca, muerta, cabizbaja, la saluda. En la mesa no hay cubiertos, en la cocina no hay nadie. Deja caer la empapada chaqueta al suelo, la blusa también cae pesadamente en su primer paso hacia la cama, los zapatos, las medias, la falda, el sujetador, el tanga. Unos pasos más, y abre la puerta de la habitación, el bolso se derrama sobre el parqué, una ventisca le retira los cabellos mojados de la cara, nubes en la habitación, la nieve se desploma, sobre la cama de dos metros de largo y dos de ancho, los copos blancos se amontonan en la mesilla de noche en la que aun reposa su fotografía, sus ojos marones, su mirada limpia, la barba de tres días, la luminosa sonrisa, la nieve la cubre, solamente se distinguen ya sus pobladas cejas.
      
      Samanta besándolo en el cuello, Samanta abrazándolo, su cuerpo cálido, el rizado de sus pectorales, sus grandes manos, el compás de su respiración. Samanta, desde la puerta, mirándose, mirándolo, recordándose, recordándolo, puede ver como la nieve la cubre tendida en la cama, durmiendo junto a él. La primera lágrima suicida cruza su mejilla, él, y sus desordenadas palabras musitadas mientras duerme, él y su rostro lleno de nieve.
      
      Las huellas en la nieve de unos pies grandes llegan hasta la puerta, van en dirección a la puerta; no dudan, no titubean. Sí, son pisadas que prometen un adiós, marcas en la nieve que no volverán jamás sobre el parqué de madera que resiste debajo del manto blanco.
      Las lágrimas caen. Él y su corazón acompasado, un tambor, fuerte, sólido, tranquilizador. El rayo que acaba de retumbar logra hacer que ambos desaparezcan de la cama, pero la nieve sigue desplomándose silenciosa. A oscuras, el reloj se desliza por su muñeca hasta morir en el suelo, el cristal se rompe; ella avanza hacia la cama fría y húmeda, se repliega sobre su cuerpo. La nieve la cubre de cariño, de besos fríos sobre piel desnuda.
      
      Samanta, titila bajo la nieve, mientras se despide de sus latidos nerviosos, mientras los encierra en un recóndito lugar oscuro y frío, mientras se despide de las pisadas, mientras se queda dormida.



Relato improvisado. Argumento por cortesía de :iconniukaloka: :

"ella está sentada en la nieve, acurrucada en una esquina y sin creerse aun que él se haya ido...desesperada vuelve a mirar sus huellas y se jura a si misma que las cosas ya no serán igual en su vida..."

El juego narrativo consiste en:

1) Propón un argumento. Ejemplo: Dos mujeres en un ascensor, discuten acaloradamente, y una de ellas, saca una pistola, la apoya en la sien de la otra, y dispara.
      
2) Y seguidamente yo redactaría una historia de extensión libre, y dándole un sentido o un trasfondo al argumento que se me ha planteado.
martes, 4 de octubre de 2011

Yami [1]

© Estefanía V G 2011
Relato publicado


El filo de metal rozaba su pálida mejilla. Ella, sentada en el suelo, desnuda, con las piernas encogidas hacia un lado y el Kimono derramado por encima de su espalda, lo miraba; sus labios emborronados, sus ojos negros y los cabellos, a ambos lados de su rostro, como nubarrones negros arrasando un horizonte de pálido atardecer.
      
      - ¿No vas a suplicar por tu vida? – Pregunta él, de pie frente a ella, empuñando la Katana en una de sus manos.
      
      Ella parpadea, y una sonrisa dulce aparece en aquellos labios rojos que minutos antes había besado.
      
       - ¡Habla! – el ímpetu del grito hace temblar su muñeca y el filo de metal lame, voraz, la mejilla de la mujer desnuda, de espalda encorvada y Kimono violáceo. – Habla. ¡Ya!
      
      No iba a hacerlo y él lo sabía. No le suplicaría, no lloraría, no temblaría de miedo, ni se postraría a sus pies pidiendo clemencia. Seguiría allí, mirándolo, gentil y complaciente.
      
      - Estás sangrando. – Pero no apartó la Katana.
      
      Ella retira el Kimono de su hombro derecho, evitando, así, que el fluido rojo quede irremediablemente teñido en su superficie. No podría perdonárselo a sí misma, aquél era el Kimono más caro de todo Japón, y era suyo.
      
      Poco a poco, el peso del Kimono cede ante la silueta femenina hasta dejarla completamente desnuda.
      
      - Te marcaré la cara. No podrás volver a mirar a nadie así. Nadie pagará por tu compañía, ni por tu sonrisa, ni por uno de tus pestañeos.
      
      La sonrisa de la chica desaparece, despega al fin sendos labios y, sin apartar su mejilla, susurra:
      
      - ¿Quieres que te recuerde quién es mi Danna[2]? No creo que quieras tener problemas con él.
      
      Él titubea, examina los ojos de la mujer, su expresión desenfadada, el tono dulce de su voz. Y, al fin, aparta la Katana y la enfunda.
      
      - ¿Debo recordártelo yo? ¿Qué clase de Geisha se salta sus protocolos? –Él y su ceño fruncido, apartan la mirada de Kasumi[3], que, desenfadada, se levanta del suelo, recoge el pesado hikizuri[4] y lo deposita, grácilmente, sobre su correspondiente percha de madera.
      
      Él deja caer su Katana al suelo y la sujeta por la muñeca, obligándola a volver a su cercanía.
      
      - Es tu deber sanar mis heridas de guerra, es tu deber vendar mi cuerpo ¡Tu deber! – la ira, abundante y corrosiva, en sus ojos. – La muerte del mejor Samurai de la historia te maldecirá.
      
      Al fin, la Geisha lo abraza cariñosamente, su cuerpo lechoso y frío se aferra a él con fuerza. Él no la corresponde.
      
      - Sabes que no puedo faltar a las celebraciones importantes. Akari, al fin ha logrado dominar el shamisen[5] y debía presentarla en sociedad.
      
      La mujer da un par de pasos alrededor del guerrero, la batalla ha sido dura, y, él, como siempre, ha combatido en primera línea. Acaricia, con cuidado, la espalda que, grande y tosca, se ha llevado la peor parte.
      
      
      
      
      
      
      
      
      
      [1] Traducido al español significaría "Oscuridad, tinieblas, penumbra".
      
      [2] Protector, hombre adinerado con recursos para financiar los elevados costos del entrenamiento de la geisha y otros gastos considerables.
      
      [3] Traducido al español significaría "Niebla".
      
      [4] Kimono formal con emblemas familiares.
       
    [5] Intrumento de cuerda  que consta de una caja cuadrada y largo mástil; se toca con púa.
jueves, 15 de septiembre de 2011

La muerte de Peter Pan - 1.- Campanilla

La muerte de Peter Pan

1.- Campanilla



Llueve, llueve sobre el País de Nunca Jamás. Cada gota cuenta una historia que ya no sucederá nunca; cada sonido un grito que ningún ser humano sería capaz de escuchar. Del olor de las gotas manaban recuerdos confusos y, justo al precipitarse contra el suelo, explotaban en pequeños pero eficaces susurros. Cada molécula de agua gritaba al nacer: “Peter Pan no volverá”.

Una nube negra cubría toda la isla, desde la laguna de las sirenas, hasta la roca con forma de calavera, pasando por el poblado indio, el árbol de los niños perdidos, la cueva de los piratas, el bosque de las hadas… En la isla de Nunca Jamás ya nadie recordaba el calor del sol, ya nadie era capaz de imaginar el cielo azul, ya nadie podía volar, ni siquiera las Hadas. Y, puesto que no podían utilizar sus vaporosas alas para recorrer grandes distancias, tuvieron que recurrir a sus piernas que, diminutas y escuálidas, no pudieron soportarlo… las bestias se las habían ido comiendo una a una.

Pero… ¡Ahí! Cerca del árbol de los Niños Perdidos hay un Hada, sus alas diminutas se esconden entre las hojas de la rama más alta del árbol. Es Campanilla que, inútilmente, intenta cubrirse los oídos con sus minúsculas manos. Ella sí puede escuchar lo que susurran las gotas de lluvia. 

“Peter no volverá…” 

Los rayos azotan el lugar con toda su furia. Campanilla contempla, desde lo alto del árbol; se esfuerza, pero ya no recuerda otro Nunca Jamás, como el resto de criaturas de la isla, ya no recuerda nada más allá de la noche, y la lluvia. 

Y Como en todos los cuentos, hasta la criatura más ínfima, la más recóndita existencia de la historia, es capaz de articular palabras.

- ¡Peter! – Grita furiosa.

Ni siquiera en momentos de intensos sentimientos era capaz ya de ofrecer polvo de hadas. Su piel, antaño brillante, cubierta siempre de una graciosa y mágica capa de polvo dorado, se había vuelto gris, polvo de hadas muerto, ceniza… todo menos magia.

Aunque había pasado mucho tiempo desde que Peter desapareció de Nunca Jamás ella no había cambiado de parecer, sus alas testarudas seguían mirando al cielo, buscando a un Peter que ya sólo conservaba entre fragmentos diáfanos de recuerdos. Ella era la única, de toda la isla, que no había olvidado a Peter Pan, era el dueño de su magia, no podría haberlo olvidado jamás. Y, aunque no recuerda nada antes de la tormenta, sabe que desde que Peter se marchó no había dejado de llover. 

- ¡Campanilla! ¡Estás aquí! Llevo un buen rato buscándote. – Uno de los niños perdidos había escalado hasta la cima del Árbol del Ahorcado.

-  No quiero que me encuentre nadie. - Susurra quejicosa.

- ¡Campanilla!- protesta el niño, aburrido ya de Campanilla y sus lamentos.

- Yo estaba allí… - musita de nuevo.

- ¡Campanilla! ¡No sé de qué estás hablando! ¡Me aburres! ¡Baja de ahí! Hace mucho frío aquí arriba. 

La pequeña lucecita grisácea lagrimea frenética ¿Cómo han podido olvidarlo? 

El niño suspira aburrido y la mira con desdén, es de sobra conocido que en árbol del Ahorcado están todos cansados de Campanilla, siempre hablando de un tal Peter Pan, siempre llorando, siempre furiosa, mirando al cielo.

- ¡Peter volverá! – grita furibunda mientras corretea por entre las ramas del árbol y se pierde, dejando tras su paso una estela de ceniza. 

Perdida en el mundo humano, lo encontró llorando, en su carrito, solitario y asustado. Voló más allá del horizonte de agua azulada que rodeaba la isla, de todo cuanto conocía. Y, en mitad de una calle cualquiera, de una ciudad cualquiera, tropezó con un carrito de niño. Menudo golpe se dio, huyendo de los ladridos de un perro, volando a toda velocidad. El pequeño Peter Pan dirigió su mirada hacia aquel ser diminuto que volaba a un suspiro de sus ojos y una suave risa envolvió a Campanilla.

Una pequeña gota de lluvia cae sobre ella, empapándola entera, y devolviéndola a su presente, a su noche, a la moribunda isla perdida. 

Las bestias ululan y aúllan por doquier.



NOTA, a quien pueda interesarle: estoy escribiendo la versión de Wendy, del Capitán Garfio.... =)
Inspirado en la Obra original de James Matthew Barrie
miércoles, 3 de agosto de 2011

Escapando - París VII

 Y este es el último capítulo que subiré en Internet, pienso apostar por ella a nivel editorial, de hecho ya tengo la historia muy avanzada y me he prometido a mí misma que no la pasaré al ordenador hasta que no esté terminada.

Gracias por pasar el tiempo con mi pelirroja favorita y mi intrépida “protagonista”, gracias por quererlas, y por apreciarlas tanto como yo. 










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PRIMERA PARTE





— Tú y tus enogmes ojos asustados, no me gusta que hagas eso, no eges una persona tgiste , no eges alguien amaggado , no eges un monstguo . Eges una mujeg imponente con los ojos de una chiquilla; tus labios siempge pgepagados paga geíg pog cualquieg tontegía —. Acarició mis labios con la yema de su dedo corazón —, adogo esa songisa tuya.

— ¿Quieres dejar de hablar de mí? Me estás poniendo nerviosa.

Agnès apoya su frente en mí, me besa el pómulo derecho, y cruza su pierna con la mía, está prácticamente sobre mí, toda ella, de nuevo invadiendo mi espacio, jugueteando con mi pelo. Siempre tan cerca, inundándome.

El césped está mojado, el sol se esconde tras algunas nubes blancas esparcidas por el cielo azul.

— Mientes —, susurra al fin — te encanta que te hable de ti.

Al peso de mi propio cuerpo sobre mis codos, hundidos en la hierba, se le ha sumado el peso de Agnès. Me dejo caer sobre el manto verde, ella cae a mi compás, entre risas, besando suavemente mi barbilla.

— Siempre encima de mí, eh…

Quiego gecogdagte que estoy aquí.

— ¿Cómo olvidarlo? —El olor de su perfume se mezcla con el de la tierra húmeda.

— No sé, hoy pageces ausente, así que supondge que es ella de nuevo, acapagándote . Menos mal que no soy celosa, sino, cgeo que hubiega muegto de gabia .

— No digas tonterías — susurro mirando al cielo.

— A veg … ¿qué ha hecho esta vez esa mujeg ?

— Hace unos días le escribí, y ella me respondió.

— ¿Y te mandó a la megde ?

— No, no lo hizo… me respondió amablemente, como solía hacerlo, al principio… creo que incluso fue dulce su manera de escribirme.

La abrazo, soy una egoísta, soy lo peor que hay sobre la faz de la tierra ¿por qué me soporta? Siempre con mis tonterías, siempre con Paula por aquí, Paula por allá. Y ella sigue aquí, correspondiendo mi abrazo, besándome, supliendo a alguien que nunca tendré.

Los turistas van subiendo por las escaleras que llevan al SacréCœur, justo detrás de nosotras. Ante mí París se extiende más allá de lo que mis ojos pueden imaginar, la colina más alta, sobre ella puede verse la ciudad entera, y yo solamente puedo pensar en Paula, su largo y ondulado color castaño, sus huesudas manos…. La ansiedad me anuda el estómago.

— Duele… — Y me aferro a ella, como siempre hago.

— Lo sé, Ma petite , lo sé. Pego yo no puedo haceg nada —. Acaricia los mechones de mi pelo con dulzura mientras, una vez más, construye mi refugio con su carne. Yo me dejo llevar…. Poco a poco sus brazos rodean mis hombros, mi cuello, tapando la luz del sol. Caería por el oscuro y angosto precipicio si no fuera por ella.

— ¿Puedes arrancarlo? — Soy lo peor, soy lo peor, soy lo peor.

Non, ma vie, je ne peux pas[1].

— ¿Por qué?

J'aime ton cœur[2] .

— No hagas eso… — y aquí llega la primera lágrima de mi palpitante y lastimero corazón —. Yo no lo quiero, quédatelo.

Vraiment, ce n'est pas pour moi[3].

— Tú lo cuidas mejor que yo. A mí no me sirve para nada.

Agnès se echa a reír, su estómago se encoge; yo, escondida en su cuerpo, soy partícipe de su risa.

— A ti, lo que gealmente te pica es eso. Esa mujeg no megece la pena, pego te hace sufgig , y pog eso la quieges , pogque no eges especial paga ella, lo sabes. Tan capgichosa eges , tan masoquista, tan… ¡Tan toi [4]!

— Ya, cállate ya —. Me separo de su carne tibia y la miro con el ceño fruncido.

Pleurnicheuse[5] —. Susurra, mientras besa mis ojos. Sus alas, de nuevo a mí alrededor, puedo escuchar claramente cómo se despliegan: el sonido de estas plumas suyas que se expanden a mi alrededor…

Je suis un monstre sans coeur [6]—. Mi respuesta es decidida, clara, en perfecta y armónica entonación. La miro, aun con el ceño fruncido, dispuesta a ser ese monstruo que acabo de afirmar que soy.

Ella se echa a reír de nuevo, y burlona, me abraza con fuerza, sus manos están heladas, su corazón acompasado. Las escaleras llenas de turistas, el cielo grisáceo de un París infinito, frente a mí. Sus alas, transparentes, inmóviles, cubriendo éste corazón mío que sigue aullando dolorosamente.

— Pobre de ese tgoyano tuyo que te quiege tanto —. Susurra, diluyendo el abrazo, deslizando sus manos por mi frente, apartando la maraña de pelos que se arremolinan en mi nariz y mirándome, tan tierna, tan alegre.

— ¿Pobre? ¿Por qué pobre?

— ¿A él no le llogiqueas así?

— ¿A él? No —, contesto frunciendo el ceño, pensativa.

— ¿No?

— Cuando estoy con él nunca me acuerdo de ella. Pero él ahora está ocupado y no quedamos mucho, la verdad.

Y ahora es Agnès la que frunce el ceño por primera y extraordinaria vez. Sus ojos claros y limpios se oscurecen.

— Él se lleva tu amog ¿y yo tus oggasmos?

— Con él también tengo orgasmos.

No reconozco a esta Agnès, varada frente a mí, de expresión enfadada y labios indecisos.

— Entonces… ¿Qué haces aquí? — Acierta al fin a preguntarme, un breve rayo oscuro cruza sus ojos, es el miedo.

— ¿Y tú aquí? – le contesto, acercándome a ella, estrechando sus delicados hombros entre mis manos.

Ella me mira, y yo no entiendo qué le pasa, nunca la había visto tan indecisa.

J'aime voir ton pleurer [7] —. Responde pensativa.

Ahora soy yo la que se echa a reír, entre nerviosa y asustada, mis labios dejan de sonreír. Incluso ahora, mi corazón amenaza con salir de dónde se encuentra y no hay nada que yo pueda hacer para evitarlo. Agnès parece perdida, hace un buen rato que no es capaz de mirarme.

El silencio me presiona la sien, tensa mis hombros, mis manos, mis ojos. Quiero salir corriendo. Sin apenas darme cuenta, me he levantado de nuestra alfombra verde, y ya no vuelo sobre París, la vista ya no parece tan impresionante, los turistas parecen haberse multiplicado, el sol cae con fuerza, los murmullos en varios idiomas gritan en mis oídos.

Ella sigue sentada, sobre los pies verdes del Sagrado Corazón de París, se mira las manos, ensimismada, con los hombros encogidos.

Quiero salir corriendo de nuevo, he dado el primer paso, el segundo, el tercero; soy una cobarde.

Si no puedes correr gatea, y si no puedes gatear, busca a alguien que cargue contigo. Paro, me doy la vuelta, ella mira mis pies. No, no pienso huir ésta vez; mi corazón intenta salir del angosto lugar en el que había quedado recluido, grita y aporrea lo que encuentra a su paso. No, no, no, no correré. Ella ha cargado conmigo, ella, sus remiendos, sus alas, sólo ella. Tengo miedo, pienso en Paula y las manos me tiemblan, miro a Angès y la sangre de mi cuerpo se arremolina. No me iré.

Vuelvo sobre mis pasos, mis rodillas caen sobre la marea verde; vuelvo rendida, sumisa y obediente. Ella me mira, sus increíbles ojos negros, los mechones de pelo rojo vuelan, traviesos, sobre las constelaciones anaranjadas espaciadas sobre sus pómulos.

— Te necesito —. Le susurro, acariciando su espalda, atrayéndola hacia mí, besándole la frente.

¿Et la femme, quoi? [8]— Nunca volvería a ver sus insondables ojos negros consumidos por el miedo.

Je ne sais pas, mon ange[9] —. Y envolviendo aquellas dos últimas palabras con toda la dulzura que pude acumular, logré que mi Agnès volviera a mí. Y vi sus alas de nuevo, los brazos lechosos de mi pelirroja envolviéndome, sus labios, pecadores, devorando los mío.


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[1] Vida mía, no puedo hacer eso.

[2] Me gusta tu corazón.

[3] Realmente, no es para mí.

[4] Tú.

[5] Llorona.

[6] Soy un monstruo sin corazón.

[7] Adoro ver tus lágrimas (tu llorar).

[8] ¿Y esa mujer, qué?

[9] No lo sé, mi ángel.
lunes, 11 de julio de 2011


- Esto de hacerse mayor es una mierda. – Protesta enérgicamente, sentada en ese sofá.

Los zapatos de charol no le llegan al suelo, mantiene su ceño fruncido y sus tirabuzones perfectos el acarician las mejillas. Yo le dedico una sonrisa incómoda.

- Nunca puedes jugar, y aunque pudieras nadie jugaría contigo. Nunca puedes llorar porque los demás te mirarían raro, o les darías pena. Los niños podemos llorar lo que queramos y nadie nos mira con pena ¿Por qué? ¿Eh?

Se cruza los brazos, en señal de protesta y yo tartamudeo algo…. algo que aun no he encontrado en mi mente.

Necesito un cigarro, no me gustan los niños, odio sus berrinches, me estoy poniendo nerviosa. Pero… yo no fumo…. ¿Una tila? No…. No me gustan esas cosas….

- Siempre corriendo de un lado a otro, siempre trabajando, siempre comprando cosas, siempre tan fuertes.

Se arregla con las manos el tutú blanco, y los pequeños pliegues que se le han colado en los leotardos rosados. Me mira con el ceño fruncido y de repente siento vértigo.

- ¿Por qué siempre tenéis que ser tan fuertes? Yo quería llorar cuando papá murió, pero no me dejaste, y tuve que trabajar duro, y olvidar a papá. Yo quería llorar, abandonarme a la debilidad, cuando terminé la carrera y no había trabajo para mí, después de 20 años de estudio diario…  y no me dejaste, no podías permitirte un día de inseguridad, debías buscar trabajo, dependienta de unos grandes almacenes, cajera en un supermercado, camarera. Pero qué mundo de mierda es este. – La niña rubia se me lanza entre los brazos, y solloza. – ¡No quería ser fuerte, joder! No quería afrontar con dignidad y fortaleza todas las hostias que me han dado por el camino ¡Ni quejarme me has dejado en todos estos años!

Y su cabecita se aferra a mí, se hunde en mi estómago, empapando mi camisa, me mareo. El espejo se empaña, ya no me veo, ya no veo mis tirabuzones rubios en el reflejo.




martes, 28 de junio de 2011

Vuelo

Los escucho, alto y claro, arrastrándose… cerca, muy cerca de mí, en mí. Viscosos, glotones. Ya casi han terminado, ya casi no queda nada jugoso que comer.


Recuerdo el olor del jabón, cuando papá bañaba a Lara en su diminuta bañera, aquel olor… Ha vuelto.

- ¿Quieres bañar tú a Lara? – Papá, sujetando la cabeza del bebé, con las manos llenas de espuma.

- ¡No! ¿No ves que yo soy pequeñita todavía para bañarla? – Mi voz aguda, mi inocencia, los pequeños y rechonchos pies sobre los que se aúpa mi cuerpo.

Y puedo ver el uniforme del colegio, los zapatos de charol que mamá me había dejado sobre el arpón de mi cuarto, y que por supuesto, llevaba puestos aquel día. ¿Ese es mi primer recuerdo? Papá, el bebé en su bañerita y yo, dejando la mochila en el suelo, alzando mi cuerpo sobre los dedos de mis pies para poder asomarme y ver a una Lara sonriente, calvita, de ojos azules y labios mellados.

No… ese no es el primero, ¡te estás equivocando! ¡Rebobina la cinta! El primero es mamá, sentada frente a mí en la mesa de la cocina, lo recuerdo muy bien, era invierno, el sol se derramaba sobre la ventana nevada, mamá y sus pantuflas, yo y mi pijama… ¡Aquel pijama repleto de osos de colores! La cafetera de mamá y su pelo enmarañado, y sus ojeras, y sus uñas rojas.

- Mi niña, los reyes magos traen un regalo nuevo éste año. – Dulce, tan dulce… Entonces su sonrisa me deslumbra, y sé que todo estará bien.

- ¿Puedo ir ya a mirar en el árbol de navidad? ¡Mira! Ya es de día… - su cálida mano me acaricia, me atrae, me abraza; el olor de mamá me envuelve en una capa infranqueable de refugio.

- El regalito vendrá dentro de unos meses… - susurra con delicadeza.

Yo, separándome de ella, con el ceño fruncido, al borde de las más amargas y relucientes lágrimas.

- ¿Tendré que esperar tanto para mis regalos? – Grito medio segundo antes de echarme a llorar desesperada.

Ella ríe, divertida, sorprendida y vuelve a abrazarme.

- ¡No, mi vida! Tus regalos están bajo el árbol. – Mis dolorosas lágrimas cesan de repente y echo a correr hacia el salón, no hay nada más importante en el mundo, quiero abrir los regalos ¡Ya!

El olor de su cigarrillo inunda el salón, pero a mí ya no me molesta, estoy abriendo mis regalos. Aquella mañana te descubrí, te imaginé, te soñé, te envidié y mientras la barriga de mamá casi llegaba a explotar, yo soñaba con un bebé similar a mi muñeca. Creo que me echaría a reír si pudiera.

No han pasado tantos años desde aquel entonces, he vivido, he soñado, he amado, y suspirado, reído a carcajadas… He aprendido a ser severamente juzgada, he aprendido a resistir, o al menos lo hice, por un tiempo.

Comprendí que los amigos no sirven para nada, y adiestré a mi mano, con dedicación y constancia, a decir "adiós" enérgicamente a todas las personas que surcaron por las aguas de mi vida, que la cruzaron, o nadaron en ella apenas unos momentos.

Mi corazón, autodidacta siempre en materia de sentimientos, aprendió a amar, y a desamar, a sangrar, a aporrearme; tembló y vibró entre las manos de aquellos otros, tan extraños, que lo secuestraron en una mirada, a veces en un beso. Gritó cuando ellos desaparecieron de mi vida, y se negó a aceptar que ya no podría volver a verlos jamás. Latió, cálido y acompasado en sus abrazos, enérgico y seguro en sus desafíos, y perezoso y cansado por las mañanas al despertar. Pero no se detuvo, uno tras otro, ni siquiera tuvieron tiempo de parar a recuperar el aliento. Una noche estrellada, de cielo despejado y luz atronadora bajo la superficie de mis pies; una noche de letreros luminosos, tráfico asfixiante y gentío sin fin, se lo pedí… y él, resignado y cabizbajo, aceptó, mantuvo la compostura hasta que mis pies dejaron de tocar la superficie del suelo.

Y cabalgó, furioso, histérico, rebosante de vida.

Ahora, heme aquí,  muerta, a varios metros bajo la tierra sobre la que esos otros de mi vida caminan. Hace ya varios meses, mi cuerpo se estrelló brutalmente contra el asfalto, mi corazón estalló en pedazos, he muerto de miedo, he muerto de angustia, he muerto de vida. Tan intensa, tan concentrada, tan pegada a mi piel.

Los gusanos me devoran.
jueves, 12 de mayo de 2011

Estigia


Mi cuerpo arde, acostado sobre un lecho de robles secos. Todo se va consumiendo poco a poco.
Padre llora mi muerte en agónico llanto. Todo él, grande y fuerte, ahora con los hombres encogidos, parece un ser escuálido, desaliñado, tan débil... No, padre, no despertaré. Tumbaste mi cuerpo en el último lecho, sujetaste mi mano, amarillenta y fría, y me miraste, esperando a que despertara. Cuántas lágrimas, padre mío, cuántas quedan aún por derramar.
Gracias, padre mío, por los dos óbolos de plata que dejas sobre mis ojos cerrados, con ellos pagaré al barquero.
Madre contempla ensimismada el baile frenético de las llamas. Untaste mi cuerpo, lloraste mi muerte mientras, poco a poco, colocabas mi lánguido cuerpo en el mejor vestido que encontraste en casa. Cepillaste mis fríos cabellos, cuan largos y ondulados eran, perdida en tus recuerdos. Incluso el velo negro de la abuela me has regalado.
Madre, ya no te quedan lágrimas, ahora solo queda muerte dentro de ti, puedo verla desde aquí.

*

Yo descalza, mi velo negro escrupulosamente colocado, sendas monedas en mi mano; arreglo mi vestido y emprendo el camino hacia el Hades. Hermes, el viajero, el mensajero, el guía, eres tú mi guía, mi mano, mi viento, aquí estás, frente a mí, en mí, tirándome, arrastrándome, guiándome. Más allá del horizonte, bajo la tierra, la cálida tierra bañada por Apolo; más allá de toda vida imaginable, aquí quedo, aquí me dejas, sola, a merced de la oscuridad.
La caverna es oscura, hay más como yo, más muertos, más almas aguardando al barquero. Llantos, gritos de resignación, oraciones a los Dioses, lamentos desesperados, plegarias a Hades. Yo aguardo en silencio la llegada del barquero, no sé dónde ni cuándo, pero en silencio.
Caronte, hijo de Érebo y Nix, hombre sin compasión ni sentimiento, no tardes mucho que el miedo me consume, no me hagas esperar, aquí la desesperación y la locura moran a sus anchas y yo tengo las monedas con las que pagar mi viaje. Por favor, ven pronto; por favor, no tardes.
El llanto de un niño estalla en mis oídos, gritos de negación, cánticos. Está todo tan oscuro que no puedo ver el semblante de nadie: sólo el blanco de sus ojos resplandece en mitad de la oscuridad. Una niña de cabellos largos tira de mi vestido, tiembla, de frío, de miedo.
A lo lejos, una luz, un faro, un bote destartalado se acerca y yo río nerviosa. Empujo a las sombras que me rodean en dirección a la luz, camino hacia delante seguida de algunos gritos asustados, chapoteos.
Estoy en el muelle, quiero pagar, quiero pasar.
Y para cuando me doy cuenta, el faro de la barca está frente a mí; un Caronte, encapuchado con raídos y mugrientos retales de tela negra, extiende su mano ante mí. Aquí soy la única que tiene moneda para el barquero, soy la única que puede pasar, soy la única que no gritará, ni llorará, ni se lamentará en una eternidad de oscuridad.
Dejo caer el peso de la plata sobre la ajada palma de su mano; él la cierra. Coloca la luz sobre el bote y me deja pasar. Los gritos se alejan, acompasados remos arrastran lo que queda de mí sobre las aguas del río Estigia, mi oceánide favorita, la mayor, la más hermosa, nacida de Océano y Tetis, nacida para transportar, sobre toda ella, las almas al Hades, para cruzarlo y nutrirlo de funestas muertes. Quiero tocarte, quiero deslizar mi mano sobre ti, hundirla en ti. ¿Cuánto te he anhelado? Ni yo misma lo sabía hasta éste momento. Pero en el mismo instante en que acerco mi mano al río, el barquero detiene su marcha, en mitad de ninguna parte, sobre una inmensidad de mar negro.
Devuelta mi mano al bote, Caronte prosigue la marcha. La amenaza de volver al lugar dónde moran las almas desafortunadas se ha marchado.
Ya no sé nada del tiempo, ya no sé nada de dónde, ni cuánto, ni cuándo. Pero ahí está, Cerbero, sus tres inmensas y amenazantes fauces, sus fuertes patas, su pelaje negro. La bestia, el guardián del templo al que me dirijo.
La barca se detiene. Caronte me presta su desvencijada mano para ayudarme a bajar y se marcha, llevándose la luz.
Las puertas del Hades se abren para mí, el sonido metálico del óxido o, quizás del tiempo, retumba en mis oídos. Cerbero me deja pasar, no me presta atención, no le importa mi presencia si por mis venas ya no serpentea sangre alguna. Se cierran, de nuevo, dejándome aquí dentro, en mitad de la oscuridad, nada se oye: la penumbra y el llanto de la muerte que imaginé no existen, el Hades se yergue sobre desgarrado silencio mortuorio.
Camino descalza sobre la roca, brazos en ristre, perdida, casi desesperada. Un tiempo, un instante, años o días. De golpe, una muralla, una pared de piedra que voy palpando poco a poco hasta encontrar la puerta de madera, inmensa, infinita. Río y lloro frenética, puedo escuchar algunos murmullos tras el portón. Lo he encontrado, el castillo, más allá del río Estigia. Y mientras abro la pesada puerta de madera, una extraña sensación me invade, antes, incluso, de poder contemplar, con mis ojos, lo que me aguarda tras ella. Mi hogar.

domingo, 8 de mayo de 2011

Banner

Parece que ha habido un problemilla con el banner, caducó en el host anterior, y ahora la he subido a un nuevo host.

Si a alguien se le había ocurrido la loca y remota idea de clikear en el botón de: “Enlaza mi  ℓℓuvia”, en el lugar de su blog dónde alojó el banner solamente quedará un link.  ¿Puedes volver a enlazar mi lluvia y quitar el anterior? 

Muchas gracias =) 









domingo, 1 de mayo de 2011

El salón de mi casa

El salón de mi casa, a la una de la madrugada es inmenso; en silencio, pequeñito; sólo dos bombillas que relucen pero nunca brillan.
Ella, tumbada en el sofá, con el batín de color azul que papá le regaló; como siempre, con un cigarro rubio entre los labios.
- Mamá, deja el cigarrillo, te has fumado ya tu paquete diario ¿Y ahora abres otro?
- ¡Ay! déjame, es el único momento del día en que se respira un poquito de silencio en esta casa.
Yo sonrío, es verdad.
- Mamá, este año han sido muchos exámenes, estoy agotada, ayer hice el último y creo que es el único que me ha salido bien.
- No digas eso, tonta, lo estas haciendo muy bien – se descubre, dejando caer la manta sobre sus pies y me deja un hueco, justo a su lado, ese hueco perfecto… tan calido… yo me siento junto a ella, me recuesto sobre su brazo, dejando mi cabeza en la curvatura de su cuello. – Ya verás como todo sale bien, cuarto está ahí ya, sólo te quedará el último curso, y ya a trabajar de lo que tú quieras, sin depender de nadie ¿Me oyes?
- Si… mamá, no tengo que depender nunca de nadie… - repito mecánicamente algo que me ha repetido desde que tengo recuerdos.
Se hace el silencio y ella sabe… sabe que es algo inusual que mis labios se silencien, sabe que siempre tengo que tener los labios ocupados, conoce perfectamente todos mis gestos. Ríe cuando hablo y hablo sin parar, porque sabe que eso significa que he tenido un gran día, y estoy feliz y eufórica. Pero ahora, el silencio reina y ella sabe por qué he venido a buscarla tan tarde, por qué me he sentado a su lado y necesito sentir su calor, su respiración en mi oído …
- ¿Qué pasa con Diego? ¿Ya has vuelto a discutir con él…?
- No…- farfullo, miento y ella lo sabe.
- Va… cuéntamelo, ¿qué pasa princesita?
- Mamá no me llames así.
- Claro que sí, eres mi niña por mucho que crezcas, cuando llores sabré que lloras; cuando te rías sabré por qué te ríes, y cuando me necesites sabré que me necesitas porque eres mía. Eres esa cosita pequeñita que tuve dentro de mí, esa cosa pequeña que cuando salió de mis entrañas me miraba… me miraba como diciendo “necesito que me cuiden”… así que eres mi princesita.
Yo suspiro, no hay otro lugar para mí que éste salón y ella; ella que siempre estará ahí cuando tenga un problema, ella que siempre me escuchó, que me preguntaba una y otra vez hasta que conseguía sacarme las penas, siempre una pregunta preparada en la recámara.
- Mamá… - me achucho contra ella y su olor a tabaco.
- Qué….
- Cuéntame uno de esos libros que te estas leyendo.
- Cuéntame tú que te pasa. ¿Qué te ha dicho esta vez?
Yo empiezo a llorar, como siempre que algo me agobia, ahí salen, solas…. soy incapaz de pararlas, se acumulan en mis ojos, intento tragarlas, tan saladas, tan tozudas…. La primera resbala por mis pestañas y todas salen de golpe. Ahora será imposible frenarlas en un buen rato y ella, ella seguirá preguntando qué me pasa hasta que entre sollozos consiga sonsacármelo.
- Ay mami, que es un imbécil, lo ha dejado conmigo mamá… dice que se ha cansado de mí… que llevamos mucho tiempo, demasiados años ya…. Dice que necesita más experiencias, que lleva conmigo demasiado tiempo ya…. Que dependo mucho de él; – respiro, las lágrimas me ahogan – me ha dicho que le gusta otra chica y que no va a renunciar a ella… que me quiere, pero que… - trago, qué difícil es contar algunas cosas… - que me quiere también….
Hablo entrecortada, mis pulmones no pueden soportar tantas lágrimas de golpe. Ella no habla, escucha; en silencio, yo y mi angustia. Me abraza, me acaricia el pelo… espera a que yo me tranquilice, espera a que vuelque mi angustia en ella, como tantas veces lo hice. Las manos me tiemblan. Puedo sentir como la impotencia me corroe el corazón, sus pequeños y punzantes mordiscos.
- No pasa nada... ¿Qué te he dicho yo? Que no te preocupes, que él estará ahí, ese chico que ha nacido para encontrarse contigo está ahí… Tranquila… si es él no te dejará ir tan fácilmente….
- Pero ¿Y si eso es mentira? – Me muero, la impotencia de ver como él se aleja de mí, sin haberme dado tiempo a enseñarle lo que soy.
- Aún me acuerdo de lo mal que me lo hacías pasar cuando llegabas a casa del cole y te tumbabas en tu cama; pasaba horas y horas sacarle lo que le pasaba a mi pequeñita… y luego me preguntabas todas esas cosas… ¿qué te decía yo siempre?
- Que nunca estaré sola… - Respiro hondo, ella está conmigo… al menos ella está conmigo.
- ¿Por qué?
- Porque tú estas aquí, conmigo.
Ella me acaricia, a mi ya me escuecen los ojos… las lágrimas, me dejan tan cansada que, poco a poco, me quedo dormida. Mañana tendré los ojos hinchados.
~~
El salón de mi casa, ahora huele a café recién hecho, el olor llega hasta mi cuarto. Incluso el sonido de la cafetera. Ella levanta las persianas del cuarto y la luz se abre camino hasta quedar clavada en mis párpados.
- Ya son las nueve ¡arriba, dormilona!
- ¡Mamá! Baja la persiana, ¡es Sábado!
Hay demasiada claridad, ya ni siquiera sumergiéndome bajo la manta puedo ignorarla. Su mano acaricia mi pelo, se sienta en la cama y casi puedo ver cómo me mira, con dulzura.
- Va dormilona...
Se acerca a mí, y besa la colcha de la manta donde debería estar mi mejilla.
- He hecho café.
Yo gimoteo, me encanta quejarme los sábados, siempre es lo mismo y sin embargo no habría sábado; no, si no fuera así.
- ¡Quiero dormir! – Me quejo, pero la manta ya no está, me la ha quitado, sabe que sólo así me levantaré.

Desperezándome, medio viva y medio muerta, llego a duras penas hasta la mesa de la cocina. Nunca fui una persona completa hasta después del primer café del día.
- Te lo pongo porque eres una vaga por las mañanas, pero que sepas que no eres ninguna niña ya, tienes dos manos sanas y fuertes.
Lo sé, mamá, ya sé que no soy una niña, y cuánto cuesta asimilarlo a veces. Me acerco a ella, frotando mis ojos con las manos, y  le doy un abrazo.
- Te quiero mucho mamita. ¿Lo sabes no?
Ella se ríe; sí, quizás siga siendo una niña… al menos los sábados por la mañana, al menos ellos que no se esfumen por favor.
- ¡No me hagas la pelota, anda! ¡Cuentista!
Y mientras se aleja, para ir a tender la ropa pienso que me encantaría ser niña todo el tiempo; que vuelva aquella princesita que fui una vez; no tener que pensar en nada más aparte de que mi mamá y mi papá estarán siempre conmigo y yo jugaré y dibujaré mucho, lloraré por haberme caído de la bicicleta que me regalaron el día de mi comunión y gritaré cuando haya espinacas para cenar. Me encantaría volver a ser tan inocente y estar tan protegida.
~~
Esta vez no hay salón, sólo mi cuarto, mi edredón y yo… llorando desconsolada bajo las sábanas, acurrucada a los pies de la cama, hecha un ovillo. Y es que siempre fui una llorona.
Mis labios emiten el sonido del que las lágrimas carecen por sí solas. Me duele… me duele tanto el corazón…. Se me come la ansiedad, hay un nudo en la boca de mi estómago, otro nudo en mi garganta y tengo otro nudo en la cabeza que me impide pensar con claridad; mi corazón también esta anudado.
- ¿Qué te pasa?
- Nada. – farfullo en mitad de mi desolación.
- Va… Dime que te pasa….
- Nada. -  repito una y otra vez.
- ¿Entonces por qué lloras así?
- Por nada, mamá, déjame.
- Cuéntame qué te pasa…. Cuéntamelo…. ¿qué te pasa?
- ¡Nada!- esta vez he perdido la paciencia, grito, me pongo nerviosa, los muros caen haciendo un ruido espantoso dentro de mí.
- Cuéntaselo a mamá… mamá esta aquí… cuéntamelo.
Yo ya no puedo soportarlo más.
- ¿Por qué? ¿Tan mal estoy? ¿Tan difícil soy? ¡Mami! Yo sólo quiero que me quiera…. Y se agobia enseguida, dice que quiero controlarlo ¡Y no lo hago! ¡En serio! Dice que empieza a cansarse de mí, que soy demasiado pasional, que quiere espacio para él ¡si nos vemos un día a la semana! Dice que soy imposible, que siempre discutimos por mi culpa. ¡Es injusto que diga esas cosas! No… no son así… ¡Joder! No quiero querer a alguien así, me asfixio y es él quién dice que se agobia.
Las palabras salen a golpes por entre mis dientes, como si fueran a darle una bofetada a alguien. No hay consuelo, sólo impotencia, desconfianza, me siento traicionada, angustiada, me siento confusa, no entiendo nada, no sé desde qué momento empezó a fallar todo…. Él se aleja y sin embargo me repite una y otra vez que me quiere.
- Quiero dejarlo y no puedo hacerlo, quiero alejarme y cuando lo hago de verdad no me deja… ¡Ya basta! Dice todas esas cosas horribles... y yo, al final, ya no se ni quién soy en realidad. ¿Soy lo que él me dice que soy o lo que yo creía que era? No entiendo nada.
Pero ella…. Esta ahí de nuevo, se acuesta conmigo en la cama y me abraza fuerte, no dice nada… tengo un lugar en el que llorar, un lugar en el que refugiarme, aunque eso no elimine el problema hay un hueco entre sus brazos que deja en pausa todo lo demás, puedo llorar, puedo gritar y berrear como una princesita furiosa.
- Tranquila… - Es lo único que sabe decirme, es lo único que puede decirme, sé que quiere que deje a ese chico, sé que le duele verme sufrir así, sé que está cansada de morderse la lengua…. Está ahí, conmigo… cuando nadie más me acompaña, cuando me quedo sola. Y aunque parezca imposible, me siento bien…
~~
El salón está oscuro. La penumbra de la noche se extiende y no hay luces encendidas, todos duermen.
Aunque ya no duerma aquí mi cuarto sigue como estaba; fue justo ayer cuando me comentaba que la casa estaba vacía sin mí, que solía dormir en mi cama porque me echaba muchísimo de menos.
El salón de mi casa sigue igual, las fotos de mi comunión siguen ahí, incluso mi ordenador sigue en su sitio a pesar de que ninguno de los dos sabe utilizarlo.
Todo está igual, ella y papá están dormidos pero yo aún guardo la llave, entro a escondidas y le dejo sobre la mesa mi regalo, no es un día aparentemente especial, no es el cumpleaños de nadie, ni es navidad. Mi regalo es sólo para ella: “a mi madre”, eso reza la primera página de la primera edición de mi primera novela publicada en un editorial importante.
Parece sencillo ¿Verdad? sin embargo no lo es, a esas tres palabras se resume mi vida entera; mi sueño al fin se ha cumplido.
Salgo de casa con una sonrisa en los labios. Suspiro al cerrar la puerta de la calle, amanece, el color del cielo empieza a ser un azul intenso, no hay nubes en el horizonte.



**
Lo cierto es que todo lo que he contado en estas páginas es fruto de mi imaginación, ella murió antes de que pudiera enseñarle mis títulos académicos, mis matrículas de honor, mi graduación… murió antes de conocer a Diego, aquel Diego que salió de mi camino y de mi vida, poquito a poco, sin darse cuenta… aquel hombre que yo tanto quería…. y qué duro fue para mí pasar sola todo aquello y tantos otros obstáculos más que no he querido recordar porque el pulso me tiembla al escribir.
Te fuiste antes de ver mi libro publicado y aquella dedicatoria que algún día será tuya.
Te fuiste antes de poder ver cómo me hacía mayor, maduraba y me hacía fuerte; la princesita pasó a ser una reina. Me dejaste sola en un mundo inmenso y terriblemente confuso.
Desde entonces la vida fue un problema, y yo me perdí por el camino.
Cuánto…. Cuánto me dolió aprender a vivir sin ti, sin ese salón, tan cambiado, tan vacío… tan triste y oscuro como todos los rincones de una casa que ya no es mi hogar.
Me dejaste sola en mitad de esta jauría de lobos, a tu pequeña, a esa niña llorona que tanto te necesitaba y que sin ti se perdió y ya no volvió a encontrarse jamás.  
Y me quede sola… a mitad de camino entre ninguna parte y el olvido.









Felicidades a todas las mamás del universo, 
hoy es su día
 (al menos en España). 

Y a la mía también, 
fuiste la mejor mamá del mundo =)
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"En su texto, el escritor levanta su hogar. Así como acarrea papeles, libros, lápices y documentos de cuarto en cuarto, así crea el mismo desorden en sus pensamientos. Éstos se vuelven muebles en los que se sumerge, contento o irritable. Los golpea con afecto, los gasta, los mezcla, reacomoda, arruina. Para quien ya no tiene patria, el escribir se transforma en un lugar donde vivir."
(Th. W. Adorno, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada)
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