sábado, 30 de octubre de 2010

Escapando - París


- Angès ¿Dónde está el azúcar? – grito desde la reducida cocina.

- Espega un momento – Me grita desde la ducha, situada en la pared de al lado.

- No entiendo por qué te empeñas en hablarme en español, así nunca aprenderé francés.

La Luna aún no se había escondido y aunque en el horizonte debía de empezar a clarear los grandes ventanales del segundo piso aun estaban empañados de la oscuridad y el frío de la noche.

- Ya sabes fgancés. – Ella aparece desnuda por la cornisa del salón, con una toalla entre las manos, secándose los cabellos largos y rojos que un día me gritaron. – Vuelve a la cama anda, no te tomes ese café aún, nos queda un gatito.

Sonrío, ella me mira, yo examino su cuerpo, dejo mi taza en el fregadero de la cocina-salón, y me acerco a ella.

- ¿Un gatito? – le pregunto, jugando a imitar sus labios y su voz incapaz de pronunciar una erre.

Ella se acerca a mí, tira de mi camisón hasta que logra unir nuestro rostro, acaricia mi mejilla con su nariz, busca mi mano, y la sitúa entre sus piernas.

- Un gato, muy, muy, pequeño. – susurra.

Yo me río, le beso la nariz, le beso las mejillas, los ojos, los labios. Y para cuando llego a su cuello, ya estamos tiradas en la cama.

Ella queda tendida a mi lado, todo su pelo rojo derramado sobre mi rostro.

- ¿Pog qué ha sido ésta vez? – me susurra, dulce, muy dulce.

- Sabes que no me gusta hablar de eso. – Farfullo.

- Hace tges años que nos conocemos, y hace tges años que viene justo en ésta época del año. Apagte de otgas veces, pero ésta es la que siempre, sin falta, vuelves a escondegte entge mis bgazos.

El silencio, mis labios pegados, no quiero hablar, no quiero falsa compasión, no quiero que nadie tenga que soportar mi voz, ni mis lágrimas.

París, ella, y un par de días es todo lo que necesito. Nunca entenderé cómo, ni por qué pero ella lo consigue, consigue pegar los pedazos, sin preguntas, sin quejas, sin compasión; su risa siempre dispuesta a contagiarme; sus ojos atentos, negros, expectante, observándome, como si nada más existiera; sus labios, susurrantes, carnosos, rosados, me muerden, me besan, me arrastran; su cuerpo tibio, acompañándome, sobre mí, a mi lado, a unos pasos, nunca demasiado lejos; su chelo, gritando a altas horas de la madrugada; su piso, situado en La Rue de la Harpe, pequeño, tan pequeño que no tiene puertas, nada más entrar, la cocina a la izquierda y el salón también, el ventanal, la pared, una cornisa a la izquierda y la habitación, el cuarto de baño y la ducha parecen un armario empotrado más… era minúsculo la primera vez que entré, con ella tomada de la mano; pero ahora, ahora es inmenso, o al menos así me lo parece.

- Otgas veces me lo cuentas. Gecuegdo cuándo viniste pogque aquella subnogmal te había jodido bien jodida. Me costó mucho gecomponegte aquellos días, llegaste destgozada.

Me sonríe, aparta sus cabellos de mi rostro y tumbada de medio lado sube hasta estar a mi altura, con su brazo y su pierna derechas sobre mi cuerpo; yo miro al techo.

- Dime que no es ella de nuevo al menos.

- ¿Ella? – Me echo a reír - ¿No recuerdas los mensajes? Te hablé de ellos hace varios mails.

- ¡A sí! Pobgecita, pobge necia estúpida… ¿cómo la llamabas? - me susurra al oído. Aunque a decir verdad no susurra, habla, ese es su tono de voz, bajo, susurrante, comedido.

- Perra mentirosa. – Mi respuesta es automática – Ni te molestes en repetirlo, no tiene gracia si no sabes pronunciar una erre como Dios manda.

Ella se ríe, el calor de sus labios rosados llega a mi pabellón auditivo y me eriza la piel.

- ¿Qué tal está Leo? – una pregunta de rigor.

- ¿Leonard? Sabes que no siente mucha simpatía pog ti.

- ¿Por qué? – pregunto con una sonrisa malévola en la comisura de mis labios, fingiendo sorpresa.

- No le gusta que cada vez que tu mundo te supege, vengas a follagte a su novia y a escondegte del univegso entego. No lo culpes.

Me responde entre risas.

- Ayeg por la tagde estaba conmigo cuando me llamaste. Se magchó muy enfadado, pobge, no lo entiende. Yo adogo cómo lo haces, pego él no lo entiende.

- ¿Qué no entiende exactamente?

- Que siempge me llames media hoga antes de que tu avión ategice en París, sin más pgeaviso. Me enamogé de ti la pgimega vez que lo hiciste.

- No digas tonterías. – le susurro tras darle un beso en la frente.

- No son tontegías, no me confundas, no te estoy pgofesando amog etegno, sé que no te gusta todo ese gollo, paga eso ya tienes a tu Tgoyano; pego sí estoy enamogada de ti, aunque no en ese sentido de amog etegno, ni de pageja, paga eso ya está Leonardo… quiego decig que...

No, no, no, no puedo resistirme a sus divagaciones estúpidas, siempre se lía cuando empieza ese discurso que me sé de memoria, siempre, siempre se va por las ramas inútilmente, la entiendo, sabe que la entiendo. Le doy un beso, muerdo su labio inferior interrumpiendo de súbito sus pensamientos verbalizados y hablo a duras penas, con su jugoso labio inferior aún entre mis dientes: “cállate yah, poh Dios, ya sé, ya sé todo eso. O te callas, o te hago dano”, muerdo más sus labios, le hago un poco de daño “Sabes que lo haré”.

Ella me mira, divertida, siempre tan dispuesta a devolverme una sonrisa, siempre riéndose de mí, conmigo. Sus orgasmos, siempre entre risas; las discusiones, mi ira, mi frialdad, mi cariño… todo lo convierte en una carcajada suave y descuidada que termina extendiéndose y devorándome… para cuando me doy cuenta, me encuentro sonriendo como ella y sus hoyuelos. El negro de sus ojos resplandece, Suelto sus labios y los beso con ternura.

Ella cuela una de sus manos bajo mi camisón, y juega con un fuego que nos abrasa a ambas en cuestión de minutos. Sus carcajadas y su cuerpo retorciéndose con el mío, sus susurros, mi nombre, sus jadeos en mi pabellón auditivo, todo… todo termina extasiándome, derrotándome y llevándome de nuevo a los sueños.

Despierto, el sol abrasa mis ojos, su Viola grita en el salón. Sonrío, sigo de nuevo en mi refugio, en éste lugar dónde un ángel recompone mis pedazos rotos.

Me siento en la cama, me pongo el camisón que he encontrado enmarañado entre las sábanas y salgo a buscarla. Ella se detiene, sigue desnuda, siempre desnuda, recuerdo el primer fin de semana que pasé aquí, con ella, recuerdo lo extraño que me resultaba que en casa no utilizara camisón, ni nada similar, siempre ella y su desnudez, las grandes cortinas de tela roja tapando el salón y ella tocando su Viola. A estas alturas ya me había acostumbrado a verla desnuda, andar por aquel reducido espacio, sin picardía, sin morbo, sólo ella y sus pechos fríos, su espalda tibia y sus gélidos pies.

Me mira, y ahí llega la sonrisa brillante que hace que todos mis problemas desaparezcan.

- ¿Y tu tgoyano? ¿Cómo está? No te pgegunté antes.

Yo caliento la leche en el microondas y busco de nuevo el azúcar.

- Tan guapo y atento como siempre, últimamente muy ocupado, está opositando…

- ¿Pog eso estás aquí? ¿Pogque tu novio no te hace caso?

Yo la miro enarcando una ceja, sorprendida por aquella pregunta tan desesperada y tan inútil.

- Está bien, eso no es, olvidaba cuánto te quiege ese tgoyano, olvidaba lo compgensivo y pegfecto que es. No – examina mi gesto que sigue exactamente igual – eso no es, pegdona.

- Sabes que no voy a decírtelo. – Susurro

Refunfuña, se encoje de hombros y deja el instrumento sobre el sofá, tan natural para ella la desnudez y tan evidente y obscena para mí. La adoro, adoro esas alas que siempre tiende hacia mí, su inocencia, su alegría; nada malo la ha rozado siquiera, jamás ha sufrido desgracias, jamás ha llorado una muerte, o una enfermedad, sus alas nunca se mancharon de sangre, sus pies nunca desfallecieron, sus manos nunca sufrieron el dolor de tener que dejar ir a un ser querido.

- Siempge tan pensativa… siempge ensimismada, nunca entendegé a los soñadoges que pgefiegen vivig dogmidos, ciegos al mundo.

Me abraza, está helada a pesar de la calefacción.

- Yo te guío – me besa la frente – yo te guío pequeña soñadoga… yo te guío. – Siguió susurrando y alternando sus besos dulces. Casi pude sentir aquellas alas rodeándome, abrigándome, resguardándome de todos los males que habían inundado mi paso por el mundo.
Pasada una eternidad de candor y paz, sus voluptuosos pechos se separaron de los míos y se marchó a la habitación, yo la seguí, abrí mi maleta y comencé a vestirme. Era hora de salir y tomar la ruta de siempre, Notre-Dame y el Sena.




Las fotografías son mías.





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PRIMERA PARTE



domingo, 24 de octubre de 2010

Fantasmas

La huella de sangre en el suelo secará en unas horas y formará palabras, hace poco que pasó, arrastrándose con los codos, no quedaba nada más, sólo los antebrazos, los hombros, los bíceps, la carne, los huesos; el resto... digamos que no podía sostenerse el pie. No después de todo el esfuerzo realizado.

Con los dedos de sus manos había ido quitándose la piel, líneas largas y finas, algunas cortas… una tras otra las porciones de piel sucumbieron a sus dedos frágiles, sus manos titilan, llueve en sus ojos, pero para cuando ha terminado siente el frío abrazo del viento en su carne, respira hondo, sabe que ahora llega lo más difícil, desplazarse por la superficie blanca e inmaculada del folio en blanco.

La diminuta figura de carne, huesos y sangre, recorre el papel de un lado a otro, despacio, sin gritos de dolor. Dejando lineas rojas a su paso.


En la mesa de roble, muy cerca del folio en blanco, una vela guarda luto, sus lágrimas ardientes son figuras cristalinas, siempre la misma silueta, diminuta, reluciente… que se estrella contra el roble macizo.

Ella está escondida bajo la mesa, aterrada, encogida sobre sí misma.
martes, 19 de octubre de 2010

Un año más, sin ti.


Una vela más en mi tarta.
Sólo un deseo,
sólo uno, 
un deseo imposible.
La luz se consume, 
no pienso soplar esa vela.


Dónde quiera que estés,
Gracias.
Te quiero mucho.
domingo, 17 de octubre de 2010

Una historia real I

Creo que sobra decir que soy Sandra, pero bueno, ahí queda.

Anamnesis
~αναμνησις~
(Prólogo)

En aquel momento el teléfono móvil de Mario vibró en la mesa, un mensaje. Sandra lo cogió sin ningún tipo de reparo, sin siquiera plantearse el protocolo habitual de respeto y de intimidad que guardarían normalmente un par de desconocidos esporádicos como ellos dos.
- A ver qué quiere ahora.
- Eso mismo me pregunto yo. – Respondió él.
- “Necesito hablar contigo urgentemente...te necesito...”.- Sandra lo leyó en voz alta.
- ¿No te recuerda algo? es como "El Perro del Hortelano", que ni come ni deja comer. Me nace de corazón, parece que esté obsesionado con las comidas, ¿no?- Mario empezaba a hacer bromas, eso era buena señal, sonreía, incluso se reía por iniciativa propia, entre la ironía estúpida y la broma mordaz.
Sandra le tendió el teléfono móvil, para que le respondiera. Él la miró, inseguro, el teléfono le temblaba entre las manos:
“A mí me necesitas ¿para qué? No me necesitaste para decidir estar con otro, no me necesitaste para decidir enamorarte de él, no me necesitaste para casi nada. ¿Para que´me quieres ahora? ¿Para no sentirte sola? Creo que no, gracias.”
A lo que ella tardó segundos en contestar:
“¿y si no lo dejo? ¡Listo! ¡Lo dejo!”
Mario leyó aquello último entre susurros y una sonrisa escapó de sus labios:
“Tampoco me necesitarás para esa decisión, Dafne ¿No?”
- Es algo indecisa, se siente sola y necesita otro novio siempre disponible para sus berrinches. – susurró, mirando a Sandra.
- Bueno, todos nos sentimos solos, ese sentimientos siempre está unas veces más otras menos… A mí me gusta estar sola, por ejemplo.
Mario la miraba, esta vez tranquilo, sereno, parecía que nunca hubiera llorado.
- ¿Nunca te han dicho que eres increíble?- la interrumpió sin más.
- Bueno… - Una Sandra nerviosa que aquel chico no conocía despertó de su letargo, lo último que quería era que la conversación se centrar en ella, y menos para ese tipo de halagos que resultaban incómodos y desagradables.
- Imagino que ahora estará llorando, como el otro día. - Mario había reconocido a aquella chica nerviosa que segundos antes no estaba ahí, e intentaba evitarla.
- Creo que ella se lo ha buscado ¡Lágrimas de cartón! – “cruel” pensó, “he sido cruel....” “vamos Sandra, no seas tan sincera, no seas tan tajante…”.
Otro mensaje recibido:
“te suplico que no me dejes...”
Al que él respondió:
“no quiero súplicas, ni lágrimas, quiero pegamento para mi corazón y no creo que puedas dármelo tú.”
Mario tragó saliva mientras enviaba este último mensaje, algo se había atascado en su garganta, algo que no lo dejaba respirar bien.
- Ya no se qué hacer.- Su voz derrotada, sus ojos cansado.
Otro mensaje:
“¿Me odias?”
 “no, no te odio.”
 “sí, sí lo sé, pero te duele…”
- Te duele, claro que te duele. Pero es que ahora cualquier cosa que te diga no va a solucionar nada. ¿Por qué no lo dejas? Por hoy ya está bien- Sandra pensaba en voz alta, él y su sonrisa pensativa.
- Cuanta razón tienes.
- Habla la voz de tu conciencia… - Murmuró ella.
- Eres como Pepito Grillo, pequeño saltamontes. Mira será como nuestra clave secreta, "dame un silbidito" cuando necesite unas palabras tuyas... ¿qué tal?
- Esa ex tuya es experta en marear perdices. A este paso te quedarás sin pulmones, sin perdices y sin blanco corcel y espada reluciente.
- Parecemos dos críos– Mario la miró, ilusionado ante la idea de tener otra niña con la que jugar. - Yo de tantas vueltas empiezo a perder de vista la perdiz y dudo en si no será un elefante de lo grande que es.
- ¡Pues vigila que no te pise! Déjala que llore. –Mario miraba su móvil, hipnotizado, Sandra añadió -  "te habla tu conciencia". – Murmuró entre risas.
– Es verdad… - la sonrisa volvió a aparecer en sus labios pero duró poco, el móvil sonaba de nuevo. Era Dafne ya no se conformaba con mensajes, esta vez quería llorarle al oído.
Mario lo cogió y entre sofocos y gritos Sandra podía escuchar claramente lo que ella le decía.
- Me muero...desde que me dejaste me muero por dentro... Estoy enamorada de ti, cometí un error y lo voy a solucionar... ¡no quiero a otro! – Grito - aún sabiendo que podría seguir aferrándome a él, voy a dejarlo...
- Siempre lo mismo... Puedes “aferrarte” a cualquier otra persona que sea amable contigo… Así que déjame tranquilo.
- Sabes que si me dices que espere lo hago... entiendo que estés dolido y digas todo eso.
Los llantos de la muchacha se escuchaban alto y claro.
- ¡Dafne! ¡No me mientas! Entre discusión y discusión por teléfono ya tenías otro cuando volví. ¡Joder! No me digas que esperarás como siempre porque ya no me lo trago; cada vez que lo dices me dan ganas de mandarlo todo a la mierda. – Los gritos de Mario retumbradon en la cafetería, sus ojos nublados, no se dieron cuenta de que todas las personas presentes en aquel lugar los miraban.
- ¿Me traes una botella de agua? ¡Ah! y la cuenta por favor.- Dijo Sandra en voz baja, el camarero apareció poco después.
- ¿Mario? ¿Quién es?... – La voz, al otro lado del teléfono, ésta vez histérica.
- ¿Qué más da?
- A mi me da...
- Espera que ahora le dan arranques de celos. – las nubes de tormenta que cubrían sus ojos aún no habían logrado derramar ni una gota de lluvia.
- Dime con quién estás.
- Con una amiga.
Sandra no había pensado que quizás esa conversación era privada, que no tenía porqué escucharla. Por primera vez quiso alejarse un poco y no entrometerse: se levantó para esperarlo fuera o quizás marcharse ya, a lo que Mario respondió cogiéndola de la muñeca y tirando para que se sentara de nuevo, su lado.
- Mañana ya estaré sola otra vez Mario... tengo mucho miedo... pero lo arreglaré, lo dejaré con ese chico.
Él apretó la muñeca de la muchacha que aún no había soltado, Sandra escuchaba el llanto de la chica; resopló, cogió el puñetero teléfono y colgó. Aterrizó varios minutos después. Devolvió el teléfono a su dueño y lo miró.
- No me gustan nada estos momentos... me duele y ella lo sabe...
- Sabe que lo estas pasando mal y aun así te llama para que oigas como llora, eso tiene nombre, se llama chantaje, así que apaga el teléfono, y déjalo correr, ya es tarde. Es lo que busca, que te compadezcas de ella.- El chico pensaba, luchando por despejar aquellas nubes grises - ¡Quieres oírme! – De un tirón, la chica soltó la muñeca que Mario aún mantenía aferrada.  -  Sé que te duele verla así pero hazme el favor de ser un poco egoistilla ahora. – Él la miró.
- Sí, mamá... – Las nubes se iban sin derramar su tormenta.
- No me pongas esa cara ¡y lávate los dientes antes de acostarte! – Carcajadas una vez más.
- Los tengo blancos mira – Mario le enseñó sus dientes, que efectivamente estaban blancos. Ambos pagaron y salieron de allí.
Descubrieron que vivían en el mismo barrio, a dos calles uno del otro.
- Eres increíble en serio no sé cómo darte las gracias, te debes de haber aburrido mucho. No te lleves una mala impresión, no suelo contarle mi vida a la primera persona que pasa. Simplemente me recordaste a ella, cuando nos conocimos… y… bueno… Muchas gracias chica increíble. Te silbaré.
- ¡Nada de gracias! ¡Yo me veré recompensada cuando te vea tan sonriente cómo siempre!
- Gracias pequeño saltamontes. Te silbaré si vuelvo a caerme…
Cada uno cogió el camino hacia su casa. Mario no durmió nada aquella noche , salió a despejarse un poco y vagó por las caller durante horas. Sandra durmió toda la noche de un tirón., una vez más, se despertó tarareando una canción. 

Fin del prólogo
viernes, 15 de octubre de 2010

Una historia real


Ésta es una historia real que decidí escribir para mí, para no olvidarla.
Escribo a temporadas, sólo llevo 100 páginas, estas son las primeras.

Anamnesis
~αναμνησις~

Por las tardes, aquella cafetería resultaba bastante acogedora. Uno nunca podía aburrirse en un sitio como aquél; acudía gente de todo tipo... personas con sus portátiles a rastras para conectarse en esa red en la que se reunía una parte de la humanidad por aquellos tiempos, el típico hombre con gesto derrotado sentado en la barra, madres con sus hijos, periódicos, camareras simpáticas, y camareras, de esas que ni siquiera tienen una mirada amable. En fin, Sandra siempre tenía una historia que inventar para aquel montón de desconocidos o al menos para aquellos en los que reparaba. Pero aquella tarde la cafetería no era la misma de siempre, demasiadas personas amontonadas, tantas... con tantas Sandra no podía, demasiadas historias que contar, al final ninguna salía bien. A penas podía pasar entre aquellos cuerpos refugiados de la lluvia.
La pared izquierda de la estancia estaba bordeada por un banco; frente a éste se amontonaban de modo espaciado mesas redondas, pequeñas, de una o dos personas. Por el centro, había mesas cuadradas. La única mesa vacía que encontró aquella tarde lluviosa, la que le había tocado, era la penúltima, justo al fondo.
El día era oscuro, la luz del sol a penas podía colarse hasta el final de la sala, y la luz eléctrica se había marchado dejando a unas camareras histéricas y un conjunto de personas comentando la extraordinaria aparición de los rayos. La voz de un niño que le comentaba a su madre que ese rayo era como los de cada verano en casa de la abuela; unas señoras, no muy lejos de allí, hablaban sobre lo tremendamente molesto que era quedarse a oscuras, tenían que estar bien acondicionados para estas emergencias y no dejar a sus clientes así.
Una sensación de alivio, que no duró mucho, se apoderó de ella mientras se sentaba en el banco frente a su mesa, dispuesta a inventar historias desde su recién encontrada tribuna. A su derecha, un hombre con el pelo blanco leía el periódico sin prestar atención al gentío; a su izquierda,  justo en el rincón más oscuro y alejado de la tormenta, un muchacho con las gafas apoyadas en la mesa y un café justo debajo de sus ojos, se esforzaba por sujetarse la frente, acodado en la mesa. Las lágrimas de sus ojos se colaban tranquilamente en la taza de café. Sandra no podía verle los ojos a aquel chico, los cubría un flequillo largo, de color marrón.
-Así... tan salado… seguro que no sabe bien. - le susurró Sandra de inmediato.
A lo que el muchacho le correspondió con una amarga sonrisa. Ella... podía imaginar aquella cruenta batalla metida tras el flequillo marrón. Cómo en toda batalla, tras sus pies quedaba el rastro de sangre, que conseguían salir de sus pensamientos en forma de lágrimas.
Sandra no tuvo más que deslizar su cuerpo hacia la izquierda para acercarse a él hasta casi rozarlo. Coló su mano, con la palma hacia arriba, en el lugar de la diminuta mesa que quedaba libre: delante de la taza del café que tanto se esforzaba en mirar aquel chico. Él mira la mano de Sandra, el débil chapoteo de las lágrimas en el café deja de sonar y la mano derecha del chico se desensambla de su frente, tomando la de Sandra.
- Antes lloraba ella, ahora me toca llorar a mí supongo. – Respondió.
Sandra sabía a quién se refería con ese “ella”; ambos acudían a esa cafetería muy a menudo, “ella” también. En cierto modo se conocieron los tres a la vez, una camarera despistada consiguió apañárselas para confundir un café solo (que era para él), un café con leche (que era para Sandra) y un zumo (que era para “ella”). Acabaron sentándose los tres juntos, aún no sé por qué. Los 5 meses venideros, después de aquel día ellos dos empezaron a llegar juntos a la cafetería. Hasta día de hoy, era lo que Sandra sabía.
- Mi madre ha muerto, y mi novia… bueno, ella…- el muchacho suspiró profundamente para no ahogarse, imagino que el corazón le pesaba horrores - bueno, creo que hoy he superado mi récord de días de mierda. – Nuevamente, apareció en sus labios aquel intento fallido de sonrisa.
Antes de que Sandra pudiera decir nada antes siquiera de que pudiera asimilar aquello que el desconocido le contaba; él, sacó una nota de dentro del bolsillo de su chaqueta, la dejó encima de la mesa y Sandra la leyó:
“a ver... amo a Mario... lo amo con locura... se lo que quieren decir esas palabras y lo importantes que son... también sé que esto representa que cierro mi lista ¡y si! ¡La cierro! mi niño es el último...

Dafne”

Al leer, el verbo “amo”, escrito con tanta naturalidad, le produjo una molesta sensación de estridencia en los ojos. Recordaba a telenovela barata, tintineaba de forma extraña en el papel, en la frase.
- ¿Ha amado a muchos de esos que aparecen en esa listita que acaba de cerrar? – Sandra pensó que esa no era forma de animarlo, al fin y al cabo ella no conocía la historia de amor.
- Eso es lo que me duele. – La voz del muchacho era clara y fría; enfadada quizás.- qué triste. La he dejado yo.
- Si he acertado, no merece tu dolor, lo sabes ¿verdad? Pero si quieres puedo disecarla, sería un regalo para mi guardián. – Sandra intentaba animarlo, algo que surgió efecto porque Mario levantó los ojos y le sonrió.
- Vaya… aun te acuerdas… - Aquella voz le susurraba a Sandra que la sonrisa, esta vez, había sido sincera.
- ¿Cómo olvidar a mi guardián, al que cuidó de mí muchos lustros?
En aquella primera conversación, varios meses atrás, habían coincidido en algo, ambos – por aquellos tiempos - eran aficionados a las Las crónicas vampíricas de Anne Rice, y ahí llega otra ironía del destino, Akasha era el personaje de Sandra, Marius era el de Mario. Ella una Reina encerrada en mármol, él su guardián milenario. Esa unión de dos personajes les unió de forma frágil y olvidadiza. Ahora esa unión volvía a situarse sobre la mesa y de ahí partió todo, de aquella complicidad inicial surgieron mil historias más, casi me atrevería a decir que surgió un mundo lleno de muchas, muchísimas uniones de personajes.
- Tenías que haber visto mi cara, me quedé allí, mirándola, ella lloraba, suplicándome que no la dejara, a lágrima viva, como si le hubiera quitado un caramelo a una niña. Dios… que tortura… - Sandra permanecía callada, no dijo nada, era él quien tenía que hablar – vuelvo aquí, después de haber tenido que salir de viaje en Agosto, y me encuentro con este panorama, primero mi madre tiene la genial idea de morirse, y después, me voy a casa de ella, para verla, para arreglarlo, con la tonta idea de encontrar algo... Discutimos ¿Sabes? Antes de irme, decía que la tenía descuidada, que era un egoísta. Por teléfono, mientras estuve fuera, más de lo mismo.
- ¿Un egoísta?... Qué bien, aún sabiendo que te ha pasado lo de tu madre… va y se te echa a llorar, en vez de darte un poco de fuerza ¿y tú eres el egoísta? Genial
Sandra, esta vez no pudo contenerse, irónica y bocazas. Las muchas veces que había visto a Mario por allí no había demostrado ser alguien muy alegre, pero tampoco tan triste, y ahora, parecía que había perdido su infancia y trastabillaba como un niño perdido de esos que recolecta Peter Pan.
- Si… Soy un egoísta, y un monstruo, no pude llorar, verla desesperada, gritándome que necesitaba más atención en su día y yo no se la di, diciéndome que este mes que había estado fuera había encontrado a otro chico que la quería más. No podía llorar.
- Ey… ¿Sabes? Perder a una madre es algo muy duro, yo tenía un año menos cuándo pasó y puedo asegurarte que no eres un egoísta, ella…ella ¿No sabe que no es el centro del mundo?
- Anoche vino a mi casa, me dejó ese papel pegado a la puerta. La llamé y volvió a llorarme: tenía miedo de perderme, y otra vez los lloros: yo era muy importante en su vida, me dijo que me quería, que yo era el amor de su vida … - Mario apartó la mirada hacia la mesa y apretó fuertemente su mandíbula. Sus ojos se emborronaron.
- ¿Por qué te fuiste?
- El puto trabajo que me come la vida; ya podría dedicarse a comerme otras cosas. Pero sería mucho pedir, no me atrevo ni a pedir vacaciones.... cuanto menos que me coman algo, ¿no? – A ambos se les escapó una carcajada. - me levanto a las 6 y me acuesto a las 12 de la noche. De Lunes a Sábado.
- ¿Qué trabajo es ese?
- Soy gigoló. - risas una vez más.- No, pero casi. – Sandra lo miraba esperando algo más concreto - delineante, hago planos, parecido a arquitecto.

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(Charles Bukowski, Barfly )

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"En su texto, el escritor levanta su hogar. Así como acarrea papeles, libros, lápices y documentos de cuarto en cuarto, así crea el mismo desorden en sus pensamientos. Éstos se vuelven muebles en los que se sumerge, contento o irritable. Los golpea con afecto, los gasta, los mezcla, reacomoda, arruina. Para quien ya no tiene patria, el escribir se transforma en un lugar donde vivir."
(Th. W. Adorno, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada)
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