jueves, 23 de septiembre de 2010

Caos


Llegaba tarde, aquella maldita lluvia no me había dejado dormir tranquila ni una miserable hora, los truenos, unos tras otro, toda la noche, azotando mi ventana, llevando la luz allí dónde sólo quería oscuridad. Odio llegar tarde, y más aún cuándo ella me recibe con una sonrisa y me dice “llegas tarde”.
El paraguas cae al suelo, intento cerrar la puerta de casa, sujetar mi bolso, encontrar el paquete de tabaco y aguantar mi refugio de plástico negro. Todo cae al suelo menos, las llaves de la puerta y el tabaco consiguen salvarse del charco.

El brillante sol hoy se asemeja más a una luna llena, carece de luz; el otoño parece invierno, hace frío… ¡El mal humor se me come las entrañas! me he puesto unos tacones demasiado altos y la falda demasiado corta, apenas he logrado cepillarme el pelo y pintarme los labios pensando en su estúpida cara reprochándome que llego tarde. “Siempre tarde, claro que sí, odio tener que verte la cara, no sé ni por qué he aceptado”.

Refunfuñando, empiezo a andar camino a la cafetería “de siempre” ¿No le había dicho ya que no quería saber nada más de ella? ¿Por qué insiste tanto? No quiero verla, no quiero su amistad, no quiero ver sus horribles ojos negros, su tinte rubio platino, sus zapatos de mala calidad y ese mal gusto para combinar la ropa. No quiero ver su lunar, al lado del ojo derecho, ni el hoyuelo de su barbilla, no quiero tener que oler su perfume, ni tener que escuchar su irritante voz. ¡Y esos escotes tan evidentes! ¡No dejan casi nada a la imaginación!

Tropiezo con alguien, casi caigo al suelo, le grito pero el tipo sigue como si nada por su camino, ni reacciona. Necesito ese cigarrillo, me tiemblan las manos. El humo acalla los alaridos de mi corazón, la necesidad de mis pulmones; calor ahí adentro, suspiro.

Esperaba que aceptara mi decisión, y aunque todavía no entiendo por qué, sé que no quiero tenerla cerca, sé que no quiero verla todos los días, no me gusta su carácter, no va conmigo, sus comentarios, sus gustos. ¿Por qué? ¿Por qué voy? ¡No quiero ir! A ver, tranquilidad, recapitulemos, fue el mes pasado la última vez que la vi. Casualidad, en la misma cafetería a la que hoy acudo irritada y molesta por no haber sabido si quiera respetarme. “¡Somos adultas! ¡No puedes entender eso! Ayer, a altas horas de la madrugada, me llamas llorando ¿Y me dices que quieres verme? ¿Que no entiendes por qué te he dejado de lado? ¿Que quieres una explicación? Sólo acepté porque estabas llorando y no soporto oír llorar a nadie.”

“Alzo la vista y ahí estás, esperándome en la puerta, te has cansado de beber café sola ahí dentro ¿Verdad? tu melena rubia empapada, tus ojos negros enrojecidos, el escote, y aquella mirada de dolor.” Un pestañeo y me encuentro sus labios pegados a los míos, su lengua jugando con la mía, sus manos aferrándome fuerte, y yo, enredando mis dedos en sus dorados y empapados mechones. Ningún pensamiento, ninguna pregunta, sólo sus labios, su olor, su hoyuelo. Ni siquiera una palabra, nada, no tenía nada con lo que matar aquel momento, nada mejor, nada más valioso. Sonia… “¿Qué me has hecho?”



***

 

Llora, y en cada lágrima, los pulmones se le escapan entre los labios. Sendas gotas saladas van suicidándose por sus mejillas, camino hacia el suelo, en un rostro totalmente sereno… como si no hubiera hecho nada más en toda su vida. Sonia llora, y no hay tensión en sus mejillas, no hay dolor en ningún músculo de su rostro. Sólo sus ojos enrojecidos.

- Vamos, sabes que no voy a pedirte que no llores, pero me duele verte así. – Susurra.

- Es por tu culpa. – farfulla la mujer rubia de lágrimas impasibles.

- Te quiero, te quiero muchísimo Sonia. Te quiero. – Responde al mismo tiempo que estrecha el espacio entre sus brazos y aprieta el cuerpo esbelto de Sonia contra sí misma.

- Mientes… mientes… mientes… - responde ella a duras penas. Abandona su cuerpo entre los brazos de ella, derrotada y excitada a la vez.

- Sabes que eso no es cierto. – Responde con tranquilidad.

Escuchar susurrar todo aquello, a ella, Ana la mujer impasible, la mujer que demuestra su afecto en dosis tan pequeñas que ni siquiera te das cuenta. Siempre tan silenciosa, siempre sus actos, nunca sus palabras… Sonia, se deja estrechar, resignada, con el corazón bajo sus pies, hasta que pasado un momento consigue derramar algunas palabras:

- Lo sé. Pero quiero que sea mentira. Me haces daño, me confundes. – Le tiembla la voz, sus manos acarician la espalda desnuda de Ana, su Ana. – Eres como una tormenta de nieve, me envuelves, me congelas, me mojas… y en cuanto me doy cuenta, estoy bajo la nieve, no sé pensar, no sé hablar, sólo puedo sentirte sobre mí.

- Lo siento… - responde – Lo siento, Sonia… - Y entierra sus dedos entre los cabellos rubios y ondulados de Sonia.

- Pues no lo sientas, ¡Deja de hacerlo! – Responde Sonia enfadada.

Las últimas gotas saladas resbalan por entre sus pestañas, pero aun así, a pesar de las quejas y las súplicas sigue refugiada, enterrada en el cuello de Ana. A salvo de su mirada, de sus palabras, de sus labios.

- Mi vida… ¿cómo voy a dejar de quererte? Yo no sé cómo se hace eso. – Ana vuelve a su gélido tono de voz, el de siempre, el habitual.

- Alejándote de mí. – Recrimina la voz de Sonia, desenterrando su rostro, saliendo del refugio que Ana le proporcionaba. – Ya lo hiciste una vez. Déjame, yo no puedo hacerlo.

- Muy bien. Te dejo. – Respondió ese monstruo frío que era Ana.

- ¿Recuerdas la cafetería? lo que me hiciste en el aseo aquella mañana de otoño. - Susurra Sonia, tomando la mano de Ana y situándola sobre su pecho – Yo lo recuerdo muy bien – toma la otra mano y la sitúa entre sus piernas. – Tengo un recuerdo muy gráfico de aquella primera vez.


*
viernes, 17 de septiembre de 2010

Retorno



 
El carro se detuvo frente a la puerta que apenas hacía unos meses había abandonado. Los caballos relinchaban, las nubes se amontonaban en un día gris y frío. El invierno llegaba a la ciudad, y de qué manera llegaba.

Él, aquel papá que lo había acompañado a casa de la mano, aquel hombre apuesto, grande y fuerte que lo había cambiado por unas monedas de oro, había rehuido dirigir su mirada hacia el niño durante todo el trayecto. Parecía decaído, como él ¿Estaba triste aquel hombre? ¿Por qué? Le había comprado un regalo a mamá, el regalo no le había gustado y ahora llegaba la devolución.

Aquel primer lazo atado a su cuello fue el más doloroso, después de ésta primera vez las devoluciones fueron constantes, de otros colores y sabores, pero la primera fue sin duda la que mató la ilusión, a decir verdad, la poca ilusión que le quedaba. No iba en una caja a lunares, ni en un papel bonito, pero la pajarita, aquella pajarita que cambiaba de color dependiendo del hombre que lo comprara… Siempre un papá, para una mamá que lo aborrecía en apenas unos meses.

Un niño sin ilusiones mágicas y curativas ya no es un niño, es un adulto. Éste niño la perdió aquel día pasado, aquel día que recuerda perfectamente.


El pequeño se mira las manos, entrelaza sus dedos, se arrincona en una esquina del carruaje y queda en silencio, no mira a papá porque se siente triste, tampoco mira a mamá, porque se echaría a llorar. No, no llorará por una mamá que no lo quiso, no lo hará; y en aquella decisión asestaba el golpe de gracia a sus últimos instantes de niñez. Mira sus zapatos de charol, papá le ha permitido conservarlo, mira sus calcetines impolutos “¿Por qué?”, y aunque él todavía no lo sabe, se repetirá esa pregunta muchísimas veces.

“Ése niño es muy feo, y además no me abraza, ni me besa con amor. Me mira de un modo extraño, como si me dijera que yo no soy su madre”, “Querida, es el primer día que pasa en casa ¿Cómo va a abrazarte si ni siquiera le has dicho cómo te llamas?”, “no necesita eso, ¡los niños son así por naturaleza! ¡No ha dicho nada en toda la cena!” recuerda los gritos en ese viaje eterno, en su mente vuelve a reinar ese silencio tras la puerta de aquel cuarto extraño: “éste es tu cuarto”, había dicho papá. Se ve en el alfeizar de la ventana, buscando esa estrella brillante que lo acompañaba desde que tenía recuerdos, esa estrella que a pesar de estar tan lejos le dio calor en las noches oscuras del orfanato. Los monstruos se arrastraban entre las sombras, tenían los ojos rojos y las uñas puntiagudas, reptaban por el techo y las paredes, salían de debajo de la cama, pero él era un niño valiente, la estrella se lo susurraba, arrastraba su cama hasta la ventana y allí, cuando la estrella cantaba la canción de cuna, se quedaba dormido.

¿Debía despedirse de ella? La luz de sus ojos se apaga en el asiento del carruaje, ¿debía despedirse de ella ahora que tenía familia? Se preguntaba él, en aquella habitación suya. La revelación: qué tonto había sido, pensar que debía despedirse al fin de la estrella porque había encontrado un hogar. Qué tontaina… Y en ese descubrimiento, la muerte absorbe al niño, que ya no es un niño, ahora sólo es un adulto extraño, pequeño y silencioso.

El estornudo de esa primera mamá que no lo quería lo saca de sus recuerdos. No le importa volver al orfanato, no le importa dormir en esa habitación llena de niños, no le importa dormir en el suelo bajo el alfeizar de la ventana. ¡No! ¡No le importa nada de eso! Engulle las lágrimas mirando sus pequeños zapatos brillantes, y en un arranque de valor se asoma por la ventana y busca la estrella, pero las nubes pueblan el cielo y aún no ha anochecido.

Se sienta decepcionado, vuelve a cruzar sus dedos, siente la mirada de papá en sus mejillas, en su cuerpo, en su pelo. Entonces sonríe, aun cabizbajo, recordando el primer día en que ese primer papá apareció y se lo llevó de la manita.

- ¿Te tengo que llamar papá?

- Claro…

- Vale. – La pequeña sonrisa ilusionada, miraba a papá y le tendía la mano.

- Ahora iremos a ponerte guapo para que mamá te vea.

Y con papá tomando su mano, no hubo más preocupaciones, pues las preocupaciones de un adulto jamás se le podrían ocurrir a un niño. Así que fueron a la tienda, una tienda increíble, grande y elegante, papá le compró lo zapatos de charol, le compró un traje y aquella pajarita roja, aquel primer lazo atado al cuello. En su mente, ese día que vuelve a él está lleno de sol.


La puerta del carruaje se abre, y el niño sale de sus vidas sin pena ni gloria. Baja los peldaños del carruaje, y sin decir nada se aleja camino de la puerta del orfanato con los zapatos manchados de barro.

Papá le dedica un par de lágrimas furtivas que ese extraño y pequeño adulto del lazo que entra por la puerta del orfanato no recordará jamás, pues ya estaba lejos del carruaje cuando papá las derramó. El niño no lloró, pues ya no era un niño, y no, los adultos no lloran tanto como los niños, engullen y engullen. Al atravesar aquella puerta grande y vieja de vuelta al orfanato, ya era un hombre valiente, pero eso sí, conservó sus zapatitos de charol.

*
domingo, 12 de septiembre de 2010

Palmas

(Le fabuleux destin d'Amélie Poulain)



Quiero tocarte, toda yo quiere hacerlo. Quiero alargar la palma de mi mano y dejarla sobre tu cabello, sobre tus hombros, en tu espalda… en cualquier parte de tu cuerpo, de todo tú.

Quiero alargar mis brazos, aprisionarte dentro de ellos, y no dejarte escapar en un buen rato. Quiero sujetar un mechón de tu pelo entre mis dedos, sentirlo, besarlo.

Pero tú te escapas, huyes, resbalas, caes, me gritas. No… no me grites así. No… cállate, ¡Cállate! Lo estás estropeando todo, la luz se apaga, lentamente, y ya no te veo, ya no sé hacia dónde alargar mis brazos. Ya no lo sé. Ya no estás, pero yo sigo aquí.

Camino, con las palmas de mis manos en ristre, desesperado. Te has marchado gritando, me sangran los oídos.
Y es entonces cuando despierto y quiero tocarte, pero llega el recuerdo, ese recuerdo destructor…. Hacía tiempo, mucho tiempo que no te recordaba. Te fuiste con la fiel promesa de no regresar jamás, recuerdo que te marchaste, con la voz en ristre, con el corazón en grito. Si te hubiera tocado entonces...

Me levanto, enciendo la luz que me obliga a volver a la realidad, la penumbra de los últimos momentos del sueño se disuelve y con ella se marcha tu recuerdo. Volverá, seguro que vuelve esa sensación que quedó en algún lugar sin nombre, atravesándome la piel: La sensación de las palmas de mis manos sobre tu pelo, volverá demandante a susurrarme en sueños lo que quedó inacabado.
Pero eso ya no importa, porque hoy no será el día, estoy segura de ello. Al fin y al cabo, quién dejó sueños pendiendo de su pelo fui yo, ella se los llevo todos consigo.

 
*
 
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"En su texto, el escritor levanta su hogar. Así como acarrea papeles, libros, lápices y documentos de cuarto en cuarto, así crea el mismo desorden en sus pensamientos. Éstos se vuelven muebles en los que se sumerge, contento o irritable. Los golpea con afecto, los gasta, los mezcla, reacomoda, arruina. Para quien ya no tiene patria, el escribir se transforma en un lugar donde vivir."
(Th. W. Adorno, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada)
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"De repente me he vuelto pequeñita, tanto que un soplido podría romperme; pero ese soplo nunca llega porque él nunca respira, nunca duerme, nunca escucha; es como un centinela, sabe que sus cosas – las “cosas” de su propiedad - no se moverán. Yo… tampoco me moveré, permaneceré aquí callada, encerrada, con las ventanas y las puertas abiertas."

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