viernes, 11 de octubre de 2013

Dolor


El sonido hueco de un cuerpo que cae al suelo de repente, ella se sobresalta, sus hombros se encojen levemente, sus pulmones se llenan de súbito y sus talones se levantan del suelo a penas un centímetro. Miraba ensimismada por la ventana empañada, ahí afuera sólo la noche sin fin mora y se extiende por todos los horizontes.
Sus ojos dejan de atender el cristal en el que pequeñas gotas de lluvia acuden a morir, ladea la cabeza para mirar de reojo en un gesto mecánico y ausente. No Necesita mirarlo para saber quién es la dueña del cuerpo que ha caído.
Suspira y observa las cajas a su alrededor, son cajas de una mudanza que nunca terminó, cajas cerradas y abiertas, cajas vacías y cajas llenas.
Sus labios se imprimen uno contra el otro y cierra los puños con fuerza en un instinto que lucha por reprimir. Vuelve a mirar por la ventana y apoya la palma de una de sus manos contra el cristal, está frío y empañado, una comedia de sonrisa se asoma a la comisura de sus labios y mira al cielo sin estrellas ni luna. Suspira una vez más, toma fuerzas y al fin se decide a caminar hacia el cuerpo muerto. Se agacha le aparta los mechones de cabello que con la caída se han esparcido por su rostro, la mira con infinito amor y le da un beso en la mejilla, otro en la otra mejilla, besa su fría frente, su nariz… y la abraza con fuerza. Lloraría si le quedaran lágrimas en el cuerpo, pero no, con la lluvia y el frío ya es suficiente.
Se levanta del suelo, se lleva las manos a la cabeza y toma aire una vez más armándose de valor, frunce el ceño y coge el cuerpo por los tobillos para poder arrastrarlo mejor. El cuerpo muerto, flácido y pesado se arrastra por el suelo mientras ella lo mira. Su cabello largo su media sonrisa, siempre esa media sonrisa congelada en el tiempo. ¿Por qué? ¿Por qué una sonrisa en el momento en que murió?
Y entonces recuerda la primera vez que tuvo que hacer lo que está haciendo ahora, recuerda cómo le temblaba el cuerpo y cómo las lágrimas arrasaban sus mejillas, conquistando su barbilla en un océano de desolada desgracia.
Recuerda el desasosiego y el rechazo absoluto, recuerda la imperiosa resignación de quién se obliga a sí mismo a cometer actos que no quiere…. que no puede… que no debería... Porque a veces no hay otro camino, a veces o es así o no es de ningún otro modo.
Y pasó horas suplicándole a una muerta que se levantara, y era inútil, y era una guerra perdida, y era absolutamente estúpido, pero ahí siguió durante horas, exigiéndole que se levantara, suplicándole que abriera los ojos, gritándole que no podía hacer eso, desgarrándose en un clamor que no la auxiliaría.
Y nadie llegó para ayudarla, nadie.
Pasaron varios días y el cadáver empezó a pudrirse, no quedó alternativa, porque nunca la hay.
Y aquí estamos de nuevo, ya no le tiembla el pulso, ya no llora, tampoco suplica, la fútil esperanza quedó enterrada después de la…. ¿Cuál fue? ¿La cuarta? ¿La quinta? ¿Cuántas han pasado desde entonces?  Imposible saberlo.
El cráneo impacta contra el suelo en cada escalón que baja, y el desagradable sonido aún hoy la hace temblar de dolor y rabia, pero lo disimula bien. Continúa hasta llegar a ras del suelo, y sigue arrastrando el cadáver, mirándola con amor. Sus ojos se mueren de cariño cuando la miran, ha dejado de rechazarla, ha dejado de querer que despierte, ha abandonado la idea de que se levante. No lo hará, lo sabe bien.
Mientras arrastra el cuerpo levanta la mirada y observa las fotografías de un pasado ya oxidado y ajeno.
Suelta sus pies que caen al suelo amartillando el parqué. Abre la puerta principal, toma la pala que hay al lado de la puerta y empieza a cavar bajo la lluvia. La primera vez que cavó no llovía porque ella lloraba pero el frío glacial congelaba su cuerpo y tiritando cavó, y cavó, y cavó, más y más profundo, hasta casi cubrirla entera. Tira la pala fuera del hoyo y escala hasta la superficie.
La lluvia se precipita sobre ella. Su ropa empapada, llena de barro y sangre, sus manos colmadas de llagas. Se permite un momento de descanso, un momento de delirio. Mira hacia la puerta de la entrada y ve los pies del cadáver justo donde los dejó. La hierba moja su espalda, puede sentir algunos gusanos haciéndole cosquillas. Todas las luces de la casa están encendidas.
No hay nadie, sólo ella y el sonido de la lluvia, ninguna otra luz en el horizonte, ningún resplandor en el cielo, ni siquiera uno pequeñito. Nada. Sonríe y suspira varias veces. Luego se levanta de nuevo, toda empapada y sucia se dirige hacia el cuerpo muerto. Lo arrastra hasta el hoyo.
Con amor, cariño y veneración la tumba al lado de la fosa.  Las gotas resbalan por su cuerpo empapando el cadáver de la mujer muerta. Ella la abraza por el cuello, vuelve a apartarle los mechones de la cara, la toca, la acaricia, sonríe y le besa la frente. La abraza con amor, con ternura, con desasosiego.
- Descansa en paz mamá. Te quiero mucho, te quiero con todo mi corazón.
La deja caer en la fosa y va sepultando a su madre, su cuerpo sumido entre arena y lluvia va desapareciendo. Recuerda los gritos desesperados en medio de aquella nada, recuerda los desolados “perdón”, los aciagos “lo siento”, los frenéticos “te quiero” que pronunció en cada puñado de tierra que cayó sobre el cuerpo de mamá. Nada parecido a la tranquilidad con la que ahora actúa, pues sabe que tendrá que volver a enterrarla de nuevo, en un tiempo no muy lejano.
Una luz minúscula aparece en el cielo con el último puñado de tierra. Alrededor de la casa está lleno de sepulcros que una vez tuvo que cavas, son incontables, casi ya no queda espacio en la superficie terrestre para más tumbas.
Ella mira hacia la luz. Suspira, se lleva las manos ensangrentadas a la cara y empieza a llorar por esa luz que se ha encendido en el cielo nocturno y ha vuelto a esfumarse con la misma rapidez. Su cuerpo cae lánguido, y durante un segundo, a pesar de la lluvia y del frío, ha sentido algo de calor y algo de paz aquí dentro.

Oscurece, la lluvia arrecia.
Una pupila.
Un iris verde, a veces marrón, a veces incluso amarillento.
Un parpado que se cierra

Un corazón que de derrama.

0 gota(s) de lluvia ha(n) caido**:

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París, ella, y un par de días es todo lo que necesito. Nunca entenderé cómo, ni por qué pero ella lo consigue, consigue pegar los pedazos, sin preguntas, sin quejas, sin compasión; su risa siempre dispuesta a contagiarme; sus ojos atentos, negros, expectante, observándome, como si nada más existiera; sus labios, susurrantes, carnosos, rosados, me muerden, me besan, me arrastran; su cuerpo tibio, acompañándome, sobre mí, a mi lado, a unos pasos, nunca demasiado lejos; su viola, gritando a altas horas de la madrugada; su piso, situado en La Rue de la Harpe, pequeño, tan pequeño que no tiene puertas, nada más entrar, la cocina a la izquierda y el salón también, el ventanal, la pared, una cornisa a la izquierda y la habitación, el cuarto de baño y la ducha parecen un armario empotrado más… era minúsculo la primera vez que entré, con ella tomada de la mano; pero ahora, ahora es inmenso, o al menos así me lo parece. ~~~~PARA LEER EL EL RESTO DE LA HISTORIA click EN LA FOTOGRAFÍA
"En su texto, el escritor levanta su hogar. Así como acarrea papeles, libros, lápices y documentos de cuarto en cuarto, así crea el mismo desorden en sus pensamientos. Éstos se vuelven muebles en los que se sumerge, contento o irritable. Los golpea con afecto, los gasta, los mezcla, reacomoda, arruina. Para quien ya no tiene patria, el escribir se transforma en un lugar donde vivir."
(Th. W. Adorno, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada)
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"De repente me he vuelto pequeñita, tanto que un soplido podría romperme; pero ese soplo nunca llega porque él nunca respira, nunca duerme, nunca escucha; es como un centinela, sabe que sus cosas – las “cosas” de su propiedad - no se moverán. Yo… tampoco me moveré, permaneceré aquí callada, encerrada, con las ventanas y las puertas abiertas."

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