jueves, 12 de mayo de 2011

Estigia


Mi cuerpo arde, acostado sobre un lecho de robles secos. Todo se va consumiendo poco a poco.
Padre llora mi muerte en agónico llanto. Todo él, grande y fuerte, ahora con los hombres encogidos, parece un ser escuálido, desaliñado, tan débil... No, padre, no despertaré. Tumbaste mi cuerpo en el último lecho, sujetaste mi mano, amarillenta y fría, y me miraste, esperando a que despertara. Cuántas lágrimas, padre mío, cuántas quedan aún por derramar.
Gracias, padre mío, por los dos óbolos de plata que dejas sobre mis ojos cerrados, con ellos pagaré al barquero.
Madre contempla ensimismada el baile frenético de las llamas. Untaste mi cuerpo, lloraste mi muerte mientras, poco a poco, colocabas mi lánguido cuerpo en el mejor vestido que encontraste en casa. Cepillaste mis fríos cabellos, cuan largos y ondulados eran, perdida en tus recuerdos. Incluso el velo negro de la abuela me has regalado.
Madre, ya no te quedan lágrimas, ahora solo queda muerte dentro de ti, puedo verla desde aquí.

*

Yo descalza, mi velo negro escrupulosamente colocado, sendas monedas en mi mano; arreglo mi vestido y emprendo el camino hacia el Hades. Hermes, el viajero, el mensajero, el guía, eres tú mi guía, mi mano, mi viento, aquí estás, frente a mí, en mí, tirándome, arrastrándome, guiándome. Más allá del horizonte, bajo la tierra, la cálida tierra bañada por Apolo; más allá de toda vida imaginable, aquí quedo, aquí me dejas, sola, a merced de la oscuridad.
La caverna es oscura, hay más como yo, más muertos, más almas aguardando al barquero. Llantos, gritos de resignación, oraciones a los Dioses, lamentos desesperados, plegarias a Hades. Yo aguardo en silencio la llegada del barquero, no sé dónde ni cuándo, pero en silencio.
Caronte, hijo de Érebo y Nix, hombre sin compasión ni sentimiento, no tardes mucho que el miedo me consume, no me hagas esperar, aquí la desesperación y la locura moran a sus anchas y yo tengo las monedas con las que pagar mi viaje. Por favor, ven pronto; por favor, no tardes.
El llanto de un niño estalla en mis oídos, gritos de negación, cánticos. Está todo tan oscuro que no puedo ver el semblante de nadie: sólo el blanco de sus ojos resplandece en mitad de la oscuridad. Una niña de cabellos largos tira de mi vestido, tiembla, de frío, de miedo.
A lo lejos, una luz, un faro, un bote destartalado se acerca y yo río nerviosa. Empujo a las sombras que me rodean en dirección a la luz, camino hacia delante seguida de algunos gritos asustados, chapoteos.
Estoy en el muelle, quiero pagar, quiero pasar.
Y para cuando me doy cuenta, el faro de la barca está frente a mí; un Caronte, encapuchado con raídos y mugrientos retales de tela negra, extiende su mano ante mí. Aquí soy la única que tiene moneda para el barquero, soy la única que puede pasar, soy la única que no gritará, ni llorará, ni se lamentará en una eternidad de oscuridad.
Dejo caer el peso de la plata sobre la ajada palma de su mano; él la cierra. Coloca la luz sobre el bote y me deja pasar. Los gritos se alejan, acompasados remos arrastran lo que queda de mí sobre las aguas del río Estigia, mi oceánide favorita, la mayor, la más hermosa, nacida de Océano y Tetis, nacida para transportar, sobre toda ella, las almas al Hades, para cruzarlo y nutrirlo de funestas muertes. Quiero tocarte, quiero deslizar mi mano sobre ti, hundirla en ti. ¿Cuánto te he anhelado? Ni yo misma lo sabía hasta éste momento. Pero en el mismo instante en que acerco mi mano al río, el barquero detiene su marcha, en mitad de ninguna parte, sobre una inmensidad de mar negro.
Devuelta mi mano al bote, Caronte prosigue la marcha. La amenaza de volver al lugar dónde moran las almas desafortunadas se ha marchado.
Ya no sé nada del tiempo, ya no sé nada de dónde, ni cuánto, ni cuándo. Pero ahí está, Cerbero, sus tres inmensas y amenazantes fauces, sus fuertes patas, su pelaje negro. La bestia, el guardián del templo al que me dirijo.
La barca se detiene. Caronte me presta su desvencijada mano para ayudarme a bajar y se marcha, llevándose la luz.
Las puertas del Hades se abren para mí, el sonido metálico del óxido o, quizás del tiempo, retumba en mis oídos. Cerbero me deja pasar, no me presta atención, no le importa mi presencia si por mis venas ya no serpentea sangre alguna. Se cierran, de nuevo, dejándome aquí dentro, en mitad de la oscuridad, nada se oye: la penumbra y el llanto de la muerte que imaginé no existen, el Hades se yergue sobre desgarrado silencio mortuorio.
Camino descalza sobre la roca, brazos en ristre, perdida, casi desesperada. Un tiempo, un instante, años o días. De golpe, una muralla, una pared de piedra que voy palpando poco a poco hasta encontrar la puerta de madera, inmensa, infinita. Río y lloro frenética, puedo escuchar algunos murmullos tras el portón. Lo he encontrado, el castillo, más allá del río Estigia. Y mientras abro la pesada puerta de madera, una extraña sensación me invade, antes, incluso, de poder contemplar, con mis ojos, lo que me aguarda tras ella. Mi hogar.

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"En su texto, el escritor levanta su hogar. Así como acarrea papeles, libros, lápices y documentos de cuarto en cuarto, así crea el mismo desorden en sus pensamientos. Éstos se vuelven muebles en los que se sumerge, contento o irritable. Los golpea con afecto, los gasta, los mezcla, reacomoda, arruina. Para quien ya no tiene patria, el escribir se transforma en un lugar donde vivir."
(Th. W. Adorno, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada)
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"De repente me he vuelto pequeñita, tanto que un soplido podría romperme; pero ese soplo nunca llega porque él nunca respira, nunca duerme, nunca escucha; es como un centinela, sabe que sus cosas – las “cosas” de su propiedad - no se moverán. Yo… tampoco me moveré, permaneceré aquí callada, encerrada, con las ventanas y las puertas abiertas."

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