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jueves, 30 de agosto de 2012

Rojos como la sangre - 2 -


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Rojos como la sangre - 2 - 

Vuelves a la fría mujer sobre el lecho de pieles, está dormida… sí… duerme, seguro. Los labios rojos que tantas veces besaste te llaman, te quieren, te necesitan. Estás borracho, ya ni siquiera distingues la realidad del recuerdo, así que la despertarás, como tantas mañanas. Un beso esponjoso, suave, tierno, lleno de amor para ella.

Aquella noche volviste a casa, tambaleante, acompañado por el recuerdo de todos esos besos que tú, cazador miserable, había regalado a Blancanieves ¿le has dado un beso en los labios a una muerta? ¿Hoy has ido a la cripta? ¿Estaba frío su cuerpo? No lo recuerdas, pero sí recuerdas a la mujer vivaz que te devolvía por cada beso otro igual y por cada caricia una tierna sonrisa; a la mujer que dejaba tu mano tan bien acompañado por los latidos de su corazón. Una Blancanieves apasionada, que vibraba de amor por ti.

Sí… quizás sí recuerdas un beso extraño, uno muy frío. El barro te hace resbalar, y la borrachera te arroja de bruces contra el suelo. Recuerdas la sensación de un beso frío y mortecino, la languidez de unos párpados, tu pulgar acariciando unos pómulos blancos. El deseo, intenso y claro, la ilusión, la esperanza por la que entregarías toda tu vida: que abra los ojos y te mire como la primera vez que la besaste.


*

El enamorado cazador se descompone en un suspiro penitente anidado entre los rojos labios de Blancanieves. Y presa del miedo animal más cruel que existe, la besa con todo su corazón.

*

Aquella mujer me nublaba el juicio, no podía pensar, no podía dormir, pasaba mis días entre su melódica voz, su manera de reír, su mirada y todos los obscenos pensamientos me llegaban cuando me descuidaba. Aquellos ojos asustados, encerrados en una profunda penumbra, la gracilidad natural de todos sus movimientos, su olor… Su corazón… ronroneándome, abrazado a mí durante las noches más dura.

La sola idea de que algo pudiera ocurrirle me desquiciaba, así que hacía guardia por las noches y arrastraba mis pies durante el día. A penas lograba dormir un par de horas por jornada.

Sus labios rojos siempre dispuestos a sonreír con dulzura, como si fuera su postura natural.

Incluso los animales del bosque parecían postrase a su paso. Una bestia de instintos sanguinarios que había percibido nuestro olor nos atacó con violencia, yo la empujé, y atraje la atención del monstruo mientras desenvainaba mi hacha. Sus ojos llenos de furia, su cuerpo gris y mugriento… era colosal, jamás había visto un animal semejante; las leyendas hablaban de dragones, de centauros, incluso de arañas infinitas, de almas errantes entre los árboles muertos. Pero aquel monstruo se detuvo en el mismo instante en que puso sus ojos en ella, se acercó maravillado, curioso, sus ojos desteñían la furia, lavándola con inocencia. Quedó varado frente a ella, y mientras aquella figura diminuta la acariciaba, la grandiosa criatura cerró los ojos, despertó del sueño y se marchó por dónde había llegado.

Caminé en silencio a su lado durante varias horas. La muchacha hablaba en susurros,  me relataba sus recuerdos, sus anhelos, sus planes. Pretendía reunir un ejército de hombres y reconquistar las tierras de su padre.

Su voz y su risa iluminaban mis días, pero las noches eran mis favoritas: mi espalda recostada en el tronco moribundo, ella sobre mi pecho, apoya su cabeza en mi hombro derecho, sus pies a mi izquierda. Y al inflar mis pulmones su cuerpo respira con el mío.

- ¿Cómo has hecho eso? – me atrevo a preguntar al fin.

- ¿Hacer qué? – Responde ella en un hilo de voz ensimismada.

- Lo de esta mañana.

- ¿Qué?- Se recuesta ligeramente, despegando su cuerpo del mío, y me mira extrañada, adormilada.

- ¿De verdad no sabes a qué me refiero? – pregunto sorprendido, frunciendo el entrecejo. - ¿Cómo puede ser eso posible?

Ella mira hacia la izquierda en un gesto de reflexión, suspira, la niebla nace de sus labios, vuelve a recostarse sobre mí. Al respirar profundamente el calor de su niebla me acaricia la piel, su cabello se derrama, y en cascada negra me acaricia el brazo.

- Un monstruo de 8 metros de altura no sólo no ha intentado matarnos sino que al verte se ha postrado ante ti, como si fueras la reina de las hadas, o… algo así ¿Y no sabes a lo que me refiero? Es decir… una bestia de ha genuflexionado, ha permitido que la acariciaras cariñosamente…

Ella ríe ante lo que considera una exageración y susurra.

- También nos hemos cruzado con cientos de árboles agonizando y no por ello los recuerdo todos.

- No, no, no… Estamos hablando de una bestia grande, fea y violenta a la que tú has abrazado como si fuera tu mascota favorita.

Algo mojado, tibio, carnoso, suave… algo maravilloso me deja una huella mojada en la piel. Es ella, que me besa en el cuello. Su piel pálida y luminosa se adivina caliente, y creo estrecharla ligeramente. Entre abre los labios, si su lengua me toca la piel estaré perdido, me volveré loco.

- ¿El valiente cazador está celoso? – Al susurrarme, sus labios me acarician la piel.
Su risa descuidada, contenta, tan llena de alegría, me contagia y sin apenas darme cuenta, me encuentro abrazándola. He olvidado al monstruo que nos atacó, el que casi me mata, el mismo que la miró con admiración; lo olvido todo mientras su cuerpo cálido se queda dormido entre mis brazos.

- No estoy celoso… al menos no de una bestia horrible. – Susurro, hablándole a una hermosa mujer que se está quedando dormida.

- No era horrible… - responde ella con dulzura, pegando sus palabras a las mías.

Un rayo inesperado cae con fuerza, no muy lejos de nosotros, y aunque intenta disimular, tiembla de miedo. Yo sonrío a escondidas, he aprendido de su cuerpo lo que su silencio susurra a gritos. Sé que odia las tormentas, se agazapa, todos sus músculos se tensan… como cuando escucha el graznido de algún cuervo o está todo oscuro.

- Sí lo era… - Replico con los ojos cerrados, fingiéndome adormilado.

Es un martirio… cada vez que habla, que suspira, incluso cada maldita vez que inhala y exhala, su cálido aliento me acaricia… Hay noches en las que creo que no podré resistirlo, perderé el control y la besaré violentamente, devoraré sus labios  rojos con desesperación,  ella se asustará, gritará, sus ojos negros me cubrirán de oscuridad y me convertiré para ella en unos de esos graznidos de cuervo.

A veces me sorprende contemplando las vertiginosas curvas de su cuerpo, finge que no se ha dado cuenta pero sus pómulos se tornan de un precioso y dulce tono rojizo, en claro contraste con su pálida piel.

Me he enamorado de ella, ya no tengo dudas, adoro su candor, su ternura, su risa, sus miedos, sus manías, su tenacidad… todo. Lo quiero todo de ella, absolutamente todo.

- ¿Por qué sonríes así?

Abro los ojos refunfuñando, fingiendo que acaba de despertarme.

- ¿Así cómo?

- Así… - y para ella es evidente a lo que se refiere, para mí también, pero… - ¿Soñabas con algo bonito?

- Algo precioso…

Mis labios han respondido, mis pensamientos verbalizados sueñan con tenerla, mi mano tiembla en su cintura. Me volveré loco si no puedo robarle un beso, sólo uno, uno pequeñito, mientras duerme… no… no puedo.

¿Desde cuándo nos hemos acostumbrado a esto? Cada noche se arropa con mi cuerpo, pidiendo abrigo, quiere refugiarse del frío nocturno, quiere escapar de los cuervos, por eso busca mi calor… ¿no? Éste cuerpo suyo, no puede ser tan inocente, sus exuberantes pechos, la estrecha cintura, sus caderas, sus muslos… aparto las manos de su cuerpo y dejo caer mis brazos al suelo…. Ella, creyéndome dormido de nuevo, los busca y los vuelve a colocar dónde estaban. Y con una sensación de candor que jamás había sentido, me quedo dormido.

Despierto sobresaltado, como cada noche, los terrores nocturnos la abordan cuando está dormida, me la encuentro entre amargas y sufridas lágrimas; si le pregunto no recuerda nada, no sabe explicarme qué le pasa, pasados unos minutos cuando está más tranquila, vuelve a dormirse como si nada hubiera pasado. Al principio me dolía verla llorar así, parecía completamente perdida, como si hablara en sueño, sus ojos negros me miraban y creo que no me veían. Pero desde que duerme abrazada a mí ha mejorado mucho, ahora solamente despierta una vez y no todas las noches.

¿Quién es? Aún no lo sé… ¿Por qué la reina quería su corazón? Tampoco… pero creo que empiezo a entenderlo.

*

Los terrores nocturnos de Blancanieves arrancan, desgarrando recuerdos, al desdichado cazador de su pasado, lanzándolo a la realidad de los gélidos labios que está besando con pasión, con fervor, ternura, amor, dolor…

¿Cuándo tiempo lleva besándola? No lo sabe.

Se separa de los labios muertos de Blancanieves, la mira, violentas lágrimas de impotencia manan de él, de sus pupilas, de sus parpados, de su cuerpo entero. Mientras abraza el cuerpo inerte de Blancanieves.

- Blancanieves… vuelve conmigo… - farfulla.

La mira, enreda sus dedos entre los cabellos negros de la mujer fría, sujeta su cabeza con la palma de una de sus manos, la atrae hacia él, y se abandona a los besos muertos. Como si al calor de un beso de amor los muertos pudieran volver a la vida.

Y efectivamente, parece que la magia existe, Blancanieves cobra vida, abre los ojos y sonríe… dentro de los recuerdos del rubio cazador, que ha vuelto a olvidar que está besando a la muerte, que ha vuelto a su pasado, a su flamante bosque sombrío.

*

El paisaje había cambiado, hacía un par de días que habíamos salido del bosque oscuro, nada nos había pasado.

El sonido de la lluvia sobre las hojas, el olor de la hierba mojada, la nacarada piel de la mujer que amo tan pegada a mi cuerpo que no puedo respirar, sus labios carnosos, calientes, traviesos, devorando los míos con ansiedad, como si aquel fuera el último beso que su carne pudiera otorgar… sin embargo, lo cierto es que era el primer beso. Tan rápido, tan furioso, tan arrollador…. Ella se ha abalanzado sobre mí, como si fuera su último segundo de su vida.

Su corazón se descompone entre latidos.

Estaba aquí, lavando mi ropa en el lago, cuando ella llegó y me dedicó una mirada llena de pulsiones, sólo pude ver sus mejillas encendidas y su gesto de enfado.
Heme aquí, la he empapado pero a ella no parece importarle… yo la sujeto de los hombros y logro separarla de mí lo justo y necesario para poder mover los labios.

- Pero qué… - susurro extasiado. Nuestros labios se rozan.

- Oh ¡Cállate! – Responde, lanzándose de nuevo, mordiéndome.

- ¿Qué te pasa? ¿Qué está pasando aquí? – Pregunto, con algo más de convicción, tanta fogosidad, así… de repente… sin más…

- Te quiero, – musitan sus labios, en un suspiro casi inaudible.

- Yo… no… creo… no…. no te he oído bien, – farfullo estupefacto.

- Te quiero, – repite con urgencia, solapando su respuesta a mi última palabra.

Estoy asustado.

- Me has abrigado durante las noches de invierno, me has protegido, he comido y bebido gracias a ti, me has animado durante las largas caminatas, has tomado senderos peligrosos, has arriesgado tu vida, incluso me has enseñado a soñar… Te quiero.

- Pero…

- ¡Ya basta! Tú no me habrías robado un beso nunca, - acerca su mano a mi corazón… - sé que está ahí, debajo de todas esas capas, debajo de todos esos músculos… está ahí, lo oigo latir todas las noches, tan rítmico, tan fuerte… - una sonrisa juguetona aparece en la comisura de sus labios rojos, - ¿Sabes? he visto cómo me miras.

- La verdad es que llevo varios días obsesionado con la idea.

Y ahora, me devuelve a la mujer que amo, sus ojos negros me miran sorprendidos, ilusionados… y avergonzados. Tartamudea, se tapa los labios con una mano y los ojos con otra.

- Lo… lo siento… te vi, tan… - abre los dedos de su mano y me mira abochornada, mira mis hombros, mira mi torso desnudo, mira mis labios, - tú… y… no pude… bueno… No debí…

Una carcajada me aborda mientras la contemplo, la atraigo hacia mí, es el momento de devolverle el beso. El mundo entero cabe entre sus labios, incluido mi corazón; el universo es ahora el sabor de su lengua, incluido todo mi ser; el firmamento habita ahora entre los frenéticos latidos de su corazón, ¿es el mío quizás?


Y al despertar de aquel beso, un delicado río de sangre manó de sus labios rojos.
jueves, 5 de julio de 2012

Blanca como la nieve - 1 -


Suspira, le pesan los hombros, se encorva su espalda. Sí… Es el alma de ese hombre, alto y rubio, que en su terrible caída, arrastra su cuerpo grande y fibroso. Ahí está, su mirada fija, llena de dolor y de muerte. Acaricia, tembloroso, con la palma de sus manos, los delicados pies de la muchacha. Están tan fríos…
En esa maldita cámara funeraria lo único que palpita es su propio corazón, que derrama violentamente la sangre por todo el cuerpo, repartiéndola a golpes rápidos y certeros.
- Todo, te lo has llevado todo contigo,  tu vida, y la mía. No me has dejado nada. – Susurra, en un débil hilo de voz que retumba en la cámara funeraria.
Observa, con la viva imagen del dolor anclada en sus ojos, el cuerpo muerto de la mujer, sobre un lecho de pieles, que él cuidadosamente ha preparado. Estaba tan fría cuando la sacó del ataúd de cristal que tuvo la impresión de que el cristal que la rodeaba se había adherido a su piel. Ahora mira sus cabellos, nubes negras que se derraman… cuántos días de felicidad perdida entre aquellas tormentosas nubes.

*

Cazador sin nombre, llora como un niño, llora por su destino y por el tuyo, ríndele pleitesía a la muerte que ahora habita en ella, y mora también por tus entrañas. Lo sabes, sabes que sin ella no hay vida posible. ¡Mentiroso! ¡Borracho! Ni siquiera en el estado lamentable en el que hoy te encuentras has podido borrar un solo recuerdo. Tus rodillas ya no te sostienen, fallan y caes al suelo, aferrándote al cuerpo muerto de la mujer que amas.
Vuelves aquí cada noche para llorarla, abres el ataúd de cristal que le fabricaron, la sacas de su lecho de rosas y la tiendes sobre el altar funerario de piedra, previamente preparado con tus mejores pieles. Ella, pálida y fría, derrama todo su cuerpo sobre tus brazos, esos mismos brazos que desde aquel día la estrecharon con ternura tantas veces, recuerdas esos momento y pretendes, iluso, revivirlos de nuevo, abrazándola como antaño… con amor, con ternura, lleno de cariño, pero ya no es lo mismo. La depositas en el altar, a duras penas, henchido de recuerdos quemando tu palpitante corazón. Acaricias su cuello, su barbilla, sus labios rojos.
Todas las noches vienes aquí, a pedirle besos a una muerta.
Un gemido de dolor punzante para este cazador que al final cumplió la misión que la reina le había encomendado.

*

- Vuelve, vuelve a mí.  
Susurra el hombre desesperado al recordar las palabras de la reina.

*

- Tráeme su corazón.
Al menos una docena de guardias me rodeaban, hombres de afiladas espadas en ristre, hombres de miradas vacías. No me quedaba alternativa posible. Allí estaba ella, la reina, altiva, terriblemente hermosa: aquella mujer a la que todos amaban con desesperación y locura. Sus ojos negros y profundos, sus labios carnosos y rosados, vertiendo sobre mí sus delirios.
- Mi reina, soy un humilde cazador, no un asesino.
- Tú serás lo que yo diga que seas. – Grita furibunda.
Y no hay réplica alguna, cuentan en el mercado que su furia es peor que la muerte, que es capaz de cosas… cosas tan horribles que no puedo ni imaginar. Así que unos minutos después salgo de aquel funesto castillo con una caja de oro y plata entre las manos.

*

Cazador, te dejó marchar solo, aquél fue el primer error que la reina cometió. Y mírate ahora, al final del cuento, gritando de dolor, corroído por la culpa, el miedo apoderándose de tus pulmones y tus titilantes manos acariciando el cuerpo de la muerte hasta llegar a sus pies y contemplarla, toda ella, tan hermosa, tan delicada. Detestarla no te hará sentir mejor, lo sabes.
Ahora recuerdas cómo lavaste su cuerpo flácido antes de introducirla en el ataúd de cristal, y emprender el viaje de vuelta a casa. En procesión, todos marchasteis tras ella, como marchaste tú a su encuentro, hacia el bosque maldito, con la promesa de volver con un corazón humano entre las manos. Pobre cazador, tan valiente como estúpido.

*

Uno de los artífices del féretro de cristal entra en la cámara funeraria y se acerca, cabizbajo al cazador.
- Márchate a dormir…
Intenta recoger con sus pequeños brazos el cuerpo muerto de mujer.
- ¡No! No la toques – grita el miserable cazador, acompañado de todas sus desgracias.
- Siempre lo mismo, al caer el sol siempre te encuentro aquí, borracho, trastabillando, llorando como una mujer lo que no supiste defender como un hombre. Déjala descansar en paz.
- No… - Suplica el miserable borracho, - ¿No la ves? Está dormida.
- ¡Está muerta, maldita sea! – Los siete culparon al cazador de la muerte de la muchacha, pero sólo uno se apiadó de él.
El cazador anduvo perdido entre la nada y el olvido, caminó por el sucio barro de las calles y dejó un doloroso sendero de lágrimas penitentes  a su paso. Pero volvió la noche siguiente, sumido en la misma lamentable decadencia. El instinto es mal consejero para un hombre destrozado, te pedirá que ahogues tus recuerdos, dejando una dulce promesa de olvido que no se cumplirá jamás; pero tú, loco enamorado, caes en la pusilánime trampa.
El cazador entró, una de tantas noches, en la posada, y pidió, como de costumbre, una jarra del brebaje más fuerte que allí despachasen. Dentro de aquel primer trago, siempre el más amargo, vivía el recuerdo de la primera vez que la vio, entró amargo y maloliente, se deslizó por su lengua y en caída libre llegó directo al corazón.

*

La frontera del bosque oscuro había quedado atrás, hacía ya varias horas. El frio empezaba a calarme hasta los huesos y la oscuridad se volvía cada vez más y más espesa. Que yo hubiera conseguido entrar y salir de aquí con vida un par de veces no me aseguraba la tercera. Esa maldita reina no atiente a razones, está loca, toda la ciudad es un amasijo de pobreza y ruinas desde que ella llegó.
El cuchillo me tiembla entre las manos, la afilada hoja de mi hada palpita en el cinto… El corazón de una niña, por un saco de monedas ¿a quién pretendo engañar?
La niebla, oscura y pastosa se adhiere a mis piernas como si fuera alguna especie de líquido. Odio éste maldito lugar. Si esa niña ha entrado aquí estará muerta de frío, yo estoy temblando, aun a pesar del abrigo que me proporcionan las pieles.

*

Y la idea de la muerte quiere obligarte a volver a tu realidad, te aferras desesperado a la delicada y fría mano de tu amada,  entrelazas sus dedos con los tuyos. No recuerdas el recorrido de una posada a otra, no recuerdas ninguna pelea, ni recuerdas cómo llegaste a la cámara funeraria, pero aquí estás de nuevo. Al acercarte a ella, el olor aún escondido en sus cabellos te devuelve al pasado.

*

Con el machete en una mano y el hacha en la otra, avanzo, sigiloso, escrutando el bosque, atento, acechante. Todo pasa tan rápido que cuando me doy cuenta he clavado el hacha en el tronco del árbol, y una mujer de increíble belleza está atrapada entre mi cuerpo y el tronco del árbol muerto. Aterrada, ni siquiera se atreve a abrir los ojos, pues mi machete amenaza con abrir paso sobre su yugular. El pulso ni siquiera me tiembla al contemplar a mi presa. Ya la tengo.
- ¡Por favor! No me haga daño.
Yo esperaba una niña y he encontrado a una mujer, esperaba a una niña sin nombre, y aquí está ella, aterrorizada, suplicando por su vida.
- ¿Quién eres, mujer, qué haces en este bosque?
- intento cruzar al otro lado. – Susurra, esta temblando de frío, o de miedo.
- No hay otro lado – le increpo, apartando la afilada hoja de su garganta.
Sin duda alguna, es ella la que busco y más vale que sea rápido, quiero salir de aquí, matarla, extraerle el corazón y volver a casa, no será difícil. Pero ella abre los párpados, y me dirija una sola mirada, el viento se levanta, tan oportuno como prodigioso, y se lleva los mechones de cabello que cubrían su rostro. Un solo segundo en el que ella me mira, y yo le devuelvo la mirada, pasmado, deslumbrado por ella. Estupefacto, doy unos cuantos pasos liberándola de mi cuerpo, temeroso de mis impulsos. Y miro hacia otro lado.
- Vete – susurran mis labios.
- ¿Es cierto que no hay otro lugar en el mundo que éste reino?
Apenas presto atención a su melódica voz, no quiero mirarla, por temor a que la extraña sensación me embargue de nuevo.
Los labios rojos y carnosos que me suplicaban por su vida ahora depositan en mí su confianza.
- ¡Márchate! Vete lejos, y no vuelvas nunca.
Y mientras pronuncio mis palabras, suponiendo que en cualquier momento e alejará y no volveré a encontrarme con su mirada, me permito contemplarla por última vez. Está medio desnuda, pálida como la nieve, sus muslos temblorosos y frágiles, sus brazos y su abdomen cubiertos de barro. ¿Quién es esta mujer y por qué es tan importante para la reina?
- Ayúdame.
Inocente y cándida, me susurra con ternura. ¿Cómo puede ser? Soy un animal que ha venido a arrancarle el corazón y llevárselo.
La miro de nuevo a los ojos. Estoy perdido. Resbalo mejilla abajo, su piel tersa y suave, sus labios… tan asustados, tan solos. Un gruñido por mis errores y me desprendo de las pieles para cubrirla a ella. Nos queda un largo camino y su cuerpo está frío como la nieve.


jueves, 15 de septiembre de 2011

La muerte de Peter Pan - 1.- Campanilla

La muerte de Peter Pan

1.- Campanilla



Llueve, llueve sobre el País de Nunca Jamás. Cada gota cuenta una historia que ya no sucederá nunca; cada sonido un grito que ningún ser humano sería capaz de escuchar. Del olor de las gotas manaban recuerdos confusos y, justo al precipitarse contra el suelo, explotaban en pequeños pero eficaces susurros. Cada molécula de agua gritaba al nacer: “Peter Pan no volverá”.

Una nube negra cubría toda la isla, desde la laguna de las sirenas, hasta la roca con forma de calavera, pasando por el poblado indio, el árbol de los niños perdidos, la cueva de los piratas, el bosque de las hadas… En la isla de Nunca Jamás ya nadie recordaba el calor del sol, ya nadie era capaz de imaginar el cielo azul, ya nadie podía volar, ni siquiera las Hadas. Y, puesto que no podían utilizar sus vaporosas alas para recorrer grandes distancias, tuvieron que recurrir a sus piernas que, diminutas y escuálidas, no pudieron soportarlo… las bestias se las habían ido comiendo una a una.

Pero… ¡Ahí! Cerca del árbol de los Niños Perdidos hay un Hada, sus alas diminutas se esconden entre las hojas de la rama más alta del árbol. Es Campanilla que, inútilmente, intenta cubrirse los oídos con sus minúsculas manos. Ella sí puede escuchar lo que susurran las gotas de lluvia. 

“Peter no volverá…” 

Los rayos azotan el lugar con toda su furia. Campanilla contempla, desde lo alto del árbol; se esfuerza, pero ya no recuerda otro Nunca Jamás, como el resto de criaturas de la isla, ya no recuerda nada más allá de la noche, y la lluvia. 

Y Como en todos los cuentos, hasta la criatura más ínfima, la más recóndita existencia de la historia, es capaz de articular palabras.

- ¡Peter! – Grita furiosa.

Ni siquiera en momentos de intensos sentimientos era capaz ya de ofrecer polvo de hadas. Su piel, antaño brillante, cubierta siempre de una graciosa y mágica capa de polvo dorado, se había vuelto gris, polvo de hadas muerto, ceniza… todo menos magia.

Aunque había pasado mucho tiempo desde que Peter desapareció de Nunca Jamás ella no había cambiado de parecer, sus alas testarudas seguían mirando al cielo, buscando a un Peter que ya sólo conservaba entre fragmentos diáfanos de recuerdos. Ella era la única, de toda la isla, que no había olvidado a Peter Pan, era el dueño de su magia, no podría haberlo olvidado jamás. Y, aunque no recuerda nada antes de la tormenta, sabe que desde que Peter se marchó no había dejado de llover. 

- ¡Campanilla! ¡Estás aquí! Llevo un buen rato buscándote. – Uno de los niños perdidos había escalado hasta la cima del Árbol del Ahorcado.

-  No quiero que me encuentre nadie. - Susurra quejicosa.

- ¡Campanilla!- protesta el niño, aburrido ya de Campanilla y sus lamentos.

- Yo estaba allí… - musita de nuevo.

- ¡Campanilla! ¡No sé de qué estás hablando! ¡Me aburres! ¡Baja de ahí! Hace mucho frío aquí arriba. 

La pequeña lucecita grisácea lagrimea frenética ¿Cómo han podido olvidarlo? 

El niño suspira aburrido y la mira con desdén, es de sobra conocido que en árbol del Ahorcado están todos cansados de Campanilla, siempre hablando de un tal Peter Pan, siempre llorando, siempre furiosa, mirando al cielo.

- ¡Peter volverá! – grita furibunda mientras corretea por entre las ramas del árbol y se pierde, dejando tras su paso una estela de ceniza. 

Perdida en el mundo humano, lo encontró llorando, en su carrito, solitario y asustado. Voló más allá del horizonte de agua azulada que rodeaba la isla, de todo cuanto conocía. Y, en mitad de una calle cualquiera, de una ciudad cualquiera, tropezó con un carrito de niño. Menudo golpe se dio, huyendo de los ladridos de un perro, volando a toda velocidad. El pequeño Peter Pan dirigió su mirada hacia aquel ser diminuto que volaba a un suspiro de sus ojos y una suave risa envolvió a Campanilla.

Una pequeña gota de lluvia cae sobre ella, empapándola entera, y devolviéndola a su presente, a su noche, a la moribunda isla perdida. 

Las bestias ululan y aúllan por doquier.



NOTA, a quien pueda interesarle: estoy escribiendo la versión de Wendy, del Capitán Garfio.... =)
Inspirado en la Obra original de James Matthew Barrie
viernes, 3 de diciembre de 2010

Cuántos cuentos cuento

Anita, Feliz Cumpleaños.
Mi regalo para tí es éste.
Te quiero mucho.



Una mañana cualquiera de otoño llegó la lluvia, el cielo gris, el frío… y la saludó empañando la ventana de la alcoba. Tal fue la primera reverencia que recibió del mundo al abrir sus parpados, la niebla emborronando el cristal de la ventana. Aquella que antaño fue una niña descubrió su cuerpo retirando las mantas que la resguardaban del frío invierno, y descalza, con las legañas aún colgantes y los pies congelados, buscó su ropa. Movimientos espasmódicos, tiritando sus dientes y entumecidos los pies, logró torpemente colocarse en cada una de las prendas de ropa.

El café en el fuego, las magdalenas sobre la mesa y por supuesto la cesta al lado de la puerta para no dejarla olvidada; todo perfecto y preparado.

Retrocedió sobre sus pasos en busca del espejo y el agua corriente que auguraba fría como el hielo. Aquella vieja casa, con sus viejas comodidades en las que no entraba el agua caliente…. Fría, clara, pura, así era el agua que lamía con voracidad todo su rostro. Así era como debía ser, cualquier sueño, cualquier deseo de dormir, había muerto ya con las últimas gotas.

El silencio reinaba a aquellas horas tempranas del día triste que se avecinaba, el Sol apenas se decidía a salir, como si las nubes le dieran miedo, como si los relámpagos lo asustaran. Sólo la sombra de pálidos rayos de sol traslúcidos llegaba a tocar el suelo, sólo la sombra de las nubes.

- Una buena tormenta se avecina. – musitó para sí misma, acostumbrada a vivir sola en aquella casa, a veces apenas podía reprimir los pensamientos, que se tornaban en palabras rebeldes.

Al fin, el desayuno, la cafetera gritando, el olor, el sabor, las magdalenas que mamá había horneado el día anterior, la cesta de mimbre que papá le había confeccionado. Todo se lo trajo de vuelta a la cabaña, apenas unos kilómetros al sur se habían mudado papá y mamá… que con todo su cariño dejaron crecer a la niña, la dejaron expandir sus alas y madurar, le legaron el árbol en el que había crecido aquella manzana roja, brillante, llena de luz, de risas, de vida y se mudaron a otra cabaña no muy lejana.


La chimenea escupía los restos de aquellos trozos de madera moribundos que habían logrado mantener la cabaña caliente toda la noche. El olor a madera quemada inundaba toda la cabaña desde hacía días.

En silencio asintió, sus lentos y aún descalzos pasos repasaron cada rincón de la cabaña; algunos recuerdos de niñez se agolparon en una sonrisa, otros en una mueca amarga… y justo en un escondrijo, en el más oscuro y alejado rincón encontró la capucha roja. Una carcajada y unos instantes después, ya la llevaba puesta.

- ¡Che! ¡Mi caperuza roja!

Gritó sin poder reprimir aquellos recuerdos que implosionaban en ese lugar dónde uno guarda las reminiscencias, ese lugar de dónde sólo salen al encontrar algo… algo que los llame, que los ayude a salir. Ahora, bañada en ellos, creía volver a ser aquella niña, su espada, el lobo hundido en su propia sangre y el leñador.

Buscó, con su mirada, a un lado de la puerta, ahí estaba, la espada brillante de plata impecable, apoyada en el marco de la puerta; siempre la acompañaba como una prolongación más de su cuerpo, como cualquiera de sus extremidades… habían muerto muchos lobos desde aquel entonces, desde aquel primer lobo.

- ¿Caperuza? ¿Has vuelto? – siseó la espada.

- Nunca me fui, querida. – Respondió ella mientras se calzaba sonriente.

Sus ojos llameantes y su mano derecha impávida, aferran a su amiga, anudando la correa a un lado de sus caderas.

- Pero mi niña… Hacía mucho tiempo que tu cabeza había perdido la Caperuza. – Volvía a sisear el filo de la espada, acomodado ya en su funda de siempre, colocada en el lado izquierda de sus caderas.

- ¡Andás insolente hoy! La olvidé… ¡Che! ¡Ya sabés! pero hoy la encontré de nuevo… justamente hoy… - Una sonrisa rebosante de sarcasmo amaneció entre sus labios justo antes de salir de la cabaña.

Con su capucha, su cesta vacía y su espada, se encaminó hacia los espesos árboles que delineaban la entrada en aquel bosque del que ya nunca regresaría. Sólo volvió su caperuza roja una vez, sólo una, para retener en su pupila negra la cabaña y no olvidarla jamás, pues Caperuza ya no era una niña y sabía muy bien que no volvería ya a aquella cabaña.


Las gotas de agua, grandes, pesadas, frías, no tardaron en derramarse todas a la vez sobre el cuerpo de Caperuza, que ni siquiera se molestó en echarse a correr.

- ¡Caerás enferma, Caperuza! Con ésta lluvia es peligroso andar por el bosque… los rayos no tardarán en llegar. – Siseaba la espada desde su funda.

- ¡Vos! ¡Cállese ya! ¡De pura insolente que andás hoy no hay forma de que calle! Pasas días sin hablarme, la mayoría de los meses apenas le puedo arrancar una miserable palabra ¡Y hoy no sabe callarse! - Gritó consternada la muchacha de la caperuza roja.

- Es que… tu caperuza… - El siseo de nuevo.

- ¿Qué le pasa ahora, gruñona? – respondió.

- Que esta dónde siempre… - Y aquel siseo parecía entusiasmado.

Caperuza asintió, y en silencio siguió caminando entre el fango, los truenos y el silencio sepulcral que reinaban en la espesura del bosque. Horas pasó en silencio, los charcos se sucedieron, el fango una y otra vez, las raíces de los árboles… y en ello estaba, mirando el suelo mientras caminaba, aburrida, refunfuñando ya. Cuando chocó frontalmente con otra persona de su misma altura.

Ambas cayeron aparatosamente al suelo, ambas se mancharon de barro hasta las mejillas, y al mirarse una a la otra se echaron a reír. Caperuza roja contempló, con desconfianza, llena de confusión y de cierto respeto, a la extraña que había frente a ella, de barro hasta los codos. Parecía de su misma edad, perdida en el bosque, al igual que ella, por mucho que le refunfuñara a aquella espada minutos antes que no estaba perdida. La extraña también la examinaba mientras recogía con las manos su trenza… Caperuza la miró, sorprendida como jamás lo había estado, era una larga trenza enmarañada y deshilachada, de varios metros de longitud.

Se contemplaron, curiosas durante un buen rato, hasta que al fin retomaron su altura, se pusieron en pie y Caperuza desenfundó su espada.

- ¿No es incómodo eso? – Preguntó a la extraña.

- Lo es… - respondió una curiosa Rapunzel que tendía su trenza por la longitud exacta que debía cortar.

La hoja de plata brilló, calló, voraz, sobre Rapunzel y la trenza de varios metros de longitud murió en aquel instante.

- Me llamo Rapunzel – musitó la extraña.

Caperuza miró la cadavérica trenza, miró el pelo que le había quedado a Rapunzel a la altura de los pies, colgando a varios centímetros del suelo.

- Yo me llamo Caperuza roja. Pero… Vos… ¿No lo querés más corto?

Rapunzel tomó entre sus manos la espada de Caperuza, y la enfundó ella misma en su correspondiente lugar, justo en la cadera de Caperuza Roja. Giró su cuerpo hacia la trenza muerta del suelo, se arrodilló y asintió con la cabeza; Caperuza supo entonces que aquella extraña se estaba despidiendo de su trenza, de la misma forma que ella se había despedido horas antes de su cabaña.

- ¿Estás perdida? – preguntó Rapunzel a la par que emprendía la marcha acompañada de Caperuza Roja.

- No… Vengo a por vos… - Respondió una Caperuza Roja encontrada, a una Rapunzel menos perdida.

Ambas siguieron atravesando el bosque, espalda con espalda algunas veces en las que los lobos quisieron devorarla; hombro con hombro, otras veces en las que podían limitarse a pasear y charlar. Siempre bajo las copas de unos árboles lluviosos.


domingo, 10 de octubre de 2010

Aprisiona



El camino hacia la torre siempre cubierto de niebla, frío, oscuro, acompañado de murmullos escondidos y enredados entre las ramas de los arboles nocturnos: un búho alzando su vuelo, los árboles arañando el cuerpo de cualquier ser vivo que osara intentar adentrarse en el camino de tierra, lobos y bestias que caminan…. El miedo se apoderaría de ti si alguna vez pasaras por allí, la sangre caliente que corre por tus venas sería gélida y  negra , los fantasmas que guardas dentro de ti, esos que has encerrado bajo llave en algún lugar, saldrían para convertirte en su presa; entonces, y sólo entonces, sería el juicio el que se encerraría voluntariamente y se tragaría la llave entre gritos de agonía y ansia.

Justo en el borde del mundo, allí estaba ella, allí dentro, encerrada.

La torre se alzaba majestuosa sobre los árboles, se perdía entre nubes grises y niebla blanquecina. Aquel torreón era imposible, ¿Cómo algo tan deformado y derruido podía mantenerse aun en pie?

Ella… aquella desgraciada muchacha que se encontraba cautiva en la maldita torre, había olvidado ya los años que había ido acumulando con el paso del tiempo, a pesar, incluso, de ser testigo unánime del cambio: el cuerpo de una niña de pocos meses de vida, creciendo hasta llegar a ser una muchacha hermosa de cabellos cobrizos y ojos nocturnos, negros como una noche sin luna, ensombrecidos como aquel rincón abandonado y alejado de todo. Una noche, cuando era niña y jugaba con sus dedos, algo se filtró en sus ojos azules, algo la retuvo varios días con los ojos cerrados, temblando de miedo en un rincón, tan sola allí dentro, tan desnuda… ella no se dio cuenta, allí no había espejos, nunca se había visto a sí misma, pero aquella noche sus ojos cambiaron de color, oscurecieron, y jamás pudo descoser de su piel aquel miedo.

Baste decir que nunca había salido de allí, nunca vería aquel mundo real que, al desplegarse, quedaba tan lejos de las palmas de sus manos… lejano y prófugo mundo real.

El mundo que ella conocía era una habitación circular que ocupaba todo el diámetro de la torre; no había puerta alguna por la que poder escapar a otro lugar. Las ventanas, profundas, y amparadas por rejas, apenas dejaban pasar la luz. Sólo había algo parecido a una puerta: una ventana, inmensa, la única que no tenía barrotes, la única que alimentaba su esperanza, la única que no la condenaba; empezaba a ras del suelo y terminaba en lo alto del tejado, ese que a veces filtraba el agua de lluvia.

Las noches de lluvia se olvidaba del miedo, se susurraba a sí misma, y entre la oscuridad de la noche y algunas lágrimas confusas, se tumbaba en el suelo y dejaba que las miserables goteras la cubrieran de besos de agua, la empaparan de paz. Aquellas gotas frías le contaban historias de un mundo exterior a su torre, más alto, más frío, más cercano al sol que jamás había visto, la niebla, aquella niebla perpetua siempre rodeando su torre, sus ojso, su cuerpo entero.

Muchas veces se hablaba a sí misma, no había nadie para escucharla, sólo las piedras frías y mudas, la cama fláccida y sorda… ¡Algunas veces! ¡Mamá llegaba para hacerle compañía! y llevarle comida o ropa. Se sentaba con ella en la cama y la abrazaba. Aquella mañana mamá llegó más pronto de lo habitual:

- ¡Rappunzel! ¡Deja caer tu trenza! – Ella se levantaba de su cama, y dejaba lanzaba su cabello trenzado por la ventana más grande.

El cuerpo fofo y arrugado de mamá cada vez subía con más dificultar por la torre. Una mañana trajo una muñeca entre sus manos, calva, con los ojos huecos, los labios desteñidos y jirones por vestido. Hasta entonces había jugado con sus dedos a ser mamá, también había imitado con las dos manos aquellos cuentos que mamá le contaba. No había nada más, nada más.

Rappunzel, recuerda sus manos pequeñas y sus piernas no tan largas como ahora, recuerda la ilusión de tener algo con qué jugar. Recuerda aquellas tardes vacías, cuando mamá se despedía con una sonrisa, dejándola sola con aquella muñeca que pasados unos años había llegado a odiar.

Una noche, no diré que miraba la Luna, pues se cansó de ella hace mucho tiempo, la aborrecia con resignación y sumisión, la Luna era el único constante en sus noches, lo único que la había acompañado siempre. Llena de rencor, hubiera querido envenenar al astro con su tristeza, con ese deseo oscuro que inundaba su pensamiento cada noche, desde hacía ya algún tiempo. Soñaban con su líquido rojo derramándose, saliendo por cada orificio de su cuerpo. Pero anoche despertó antes del alba, se asomó al ventanal y miró. Allí estaban las nubes perpetuas que no la dejaban ver el mundo.

Ató el extremo de su trenza a uno de tantos barrotes y, antes de ser libre, hizo girar aquella trenza sucia alrededor del cuello, para abrigarse, para abrazarse.

Se lanzó ventana abajo. Voló, por un instante. Extendió los brazos y fue libre.

Una carcajada se escuchó por todo el bosque antes de que su cabeza chocara brutalmente contra la misma torre que la había mantenido cautiva; no la dejaría marchar tan fácilmente. La sangre brotaba de la parte inferior de su cráneo pero ya estaba muerta, ya no respiraba, ya no latía, ya no podría sentir la agonía del ahorcado. Los pies de la cautiva de la torre quedaron a unos pocos centímetros del suelo, colgando. Rappunzel nunca pudo llegar al mundo.

Y así transcurrió la noche.


Nadie se acercó jamás a aquel lugar. Miento, nadie no… sí había una viejecita que hacía el recorrido hacia el torreón todos los días, aquel día no había de ser diferente.

El cuerpo de Rappunzel había goteado durante toda la noche; sus labios habían  quedado amoratados, su piel amarillenta, sus abiertos y azules. El sonido de cada gota de sangre que se precipitaba contra el charco, podía escucharse por todo el bosque, ya nada habitaba aquel lugar, ya ni siquiera la chica de la torre desfigurada.

La anciana llegó y contempló con asombro el cuerpo ahorcado de la hermosa Rappunzel, pero no fue capaz de ver a aquella extraña niña, de pie en el suelo, abrazada a los pies de Rappunzel. Temblando, aterrada y tan sola como siempre.

Cuentan, que sus restos mortales siguen allí, dóciles, esclavos, la torre sigue aferrándola, ha hecho crecer la hiedra alrededor de su cuerpo para que nadie pueda arrebatársela.

Y no hubo príncipe, ni lágrimas, sólo el silencio.



martes, 2 de marzo de 2010

Pequeñita

1.- Un cuento para todas: La historia de Aurora
El mismo sueño de siempre o quizás sólo la misma alucinación... esa sensación de cansancio, de “nada”.
Mi cuerpo no quería moverse, no quedaba energía en él; parecía como si no quedara vida en esta masa de músculos magullados.

La habitación donde me encontraba estaba viciada, plagada de polvo y telarañas. Sábanas amarillentas, madera carcomida, cortinas invadidas por mordiscos de polillas..
“¿Cuánto tiempo llevo aquí tumbada?”
El sol, ese codicioso monstruo dorado, introducía sus finos dedos en la habitación… frente a mis ojos sus dedos de luz luchaban por hacerse un hueco entre las oscuras enredaderas que cubrían las ventanas, el balcón y las paredes que, desde aquella posición inclinada, podía ver.
Y yo, allí, inútil, tumbada, sin poder recordar nada más allá de estas cuatro paredes viejas. ¿Debía tener miedo? Sí… desde luego me aterraba la sola idea de separar los labios por temor a que saliera ceniza… o polvo.
Sólo eso y el hormigueo constante recorriendo mi cuerpo.

Aspiré ese olor a tiempo que salía de los descosidos de las sábanas y casi conseguí abrir los labios:
“¡No! No lo hagas…” (Simples pensamientos que habían logrado frenarme.)
Tiempo… al tiempo… y yo seguía allí, ¿Esta vez no despertaría del sueño? ¿Me quedaría allí tirada sobre la cama? El tiempo empalidecía mi piel a su paso, podía verlo, una de mis manos había caído sobre la almohada, frente a mis ojos.
“¿Es esto la felicidad? ¿Paz? ¿Una pesadilla? ¿Un sueño? ¿Es esto la muerte?”
Mi mano, poco a poco, pasó del blanco pálido al gris ceniza y entonces comprendí que nadie vendría a buscarme, que estaba muy lejos de la realidad…

Algo mojado salió de mis ojos y corrió hacia la sábana, aquella lágrima delicada se deslizó hasta formar un charquito diminuto en la almohada. Y ahí, ahí viene el suspiro que me devuelve la memoria, los gritos, las humillaciones, su voz, su odio, golpes... y yo, lejos de allí, ya sin poder hacer nada.
Recordé por qué estaba encerrada, por qué había tirado la llave, por qué era más fácil creerlo a él… recordé… lo recordé todo; y empecé a soplar. Mi mano se deshizo como el polvo arrastrado por el viento.
“Ceniza… ¿eso soy?”
“¡Espera!”
Esperé por esa última mota de esperanza, entre sueños y recuerdos esperé.

Había dejado a Aurora muy lejos de allí: en el mundo real, donde él fue el amor… un amor corrosivo, posesivo, violento… un amor diferente al que Aurora esperaba al abrir sus ojos y despertar del sueño. Él era el dragón, era la espada hundida en el cuerpo de Aurora, él era la hiedra y durante un tiempo fingió ser aquellos labios que la despertarían.

Recuerdo a Aurora perdiéndose lentamente entre las garras de aquel hombre, perdiéndose a sí misma; tornándose poco a poco en una propiedad, sin dolor, sin reticencia, sin darse cuenta, me dejó tirada, aquí, en la habitación en la que el príncipe debía despertarla; aquí… en la nada.
¿Quién será su autoestima ahora? ¿Quién le dirá que ella es alguien? ¿Quién le susurrará que no tiene por qué soportarlo?
Aurora sigue allí tumbada, ajena, imperturbable, muda y sumisa.


3.- La realidad del cuento: Pequeñita
De repente me he vuelto pequeñita, tanto que un soplido podría romperme; pero ese soplo nunca llega porque él nunca respira, nunca duerme, nunca escucha; es como un centinela, sabe que sus cosas – las “cosas” de su propiedad - no se moverán. Yo… tampoco me moveré, permaneceré aquí callada, encerrada, con las ventanas y las puertas abiertas.
Sí... podría salir de aquí, pero no puedo moverme y aunque así fuera, la puerta esta muy lejos para mis piernecitas diminutas; tampoco llego a la ventana, mis brazos no llegan ni siquiera al alféizar. Me vuelvo minúscula cuando el centinela me mira, o cuando habla, o cuando se mueve incluso.
¿Por qué me vuelvo tan pequeña? Me lo he preguntado pocas veces, porque la mayoría del tiempo intento hacer bien mis tareas y procuro que el día pase rápido; si tengo suerte, no se parará a mirarme…pero no suelo tenerla, siempre hay algo mal, siempre hay algo fuera de su lugar: ¡Mentirosa! (grita) explota; ¡lo hago sin querer! Pero ahí está, él se vuelve grande con sus gritos, los golpes en la mesa, en la pared... donde sea. Sus palabras me dicen que no valgo para nada, me dicen.... todas esas cosas que me vuelven tan pequeña… ya ni siquiera puedo moverme. En esos momentos diarios soy todo eso que él dice, soy una mierda, soy una vaga, no valgo para nada, ni siquiera para tener hijos, yo no… no… No existe ninguna ofensa que él no me haya gritado, ninguna; todas soy yo.
“¿Qué he hecho?”, “Perdóname no volverá a pasar”, es lo único que puedo farfullar cuando él se ha ido y yo me quedo sola, encerrada, en mi pequeño espacio, el cuarto de baño.
Soy miedo, sólo una masa de carne fofa que tiembla sin parar.
En un segundo, sólo un segundo yo…tiemblo, me ahogo.

No fui así siempre, de hecho yo era de un tamaño normal; yo… era preciosa,, mi abuela me lo solía decir: "Qué guapa eres Ana...serás una gran mujer" (vaya disgusto, vaya decepción te llevarías, abuela, si vieras todo lo que soy, si escucharas esas verdades que él me grita).
Llegó él, entró en mi vida tan hábilmente que ni siquiera me di cuenta, lo había dejado pasar sin apenas ningún esfuerzo, con sus pasos firmes, su mirada huidiza y las ideas claras, tan convencido de sí mismo... Me dio tanta seguridad, me dio tanto calor que decidí que se quedaría conmigo cuanto quisiera. Me casé con mi flamante centinela, y llegó la noche a todos los días de mi vida.
Creo que fue así, aunque no lo recuerdo demasiado bien, no sé muy bien a partir de qué momento empecé a no valer nada (quizás él sea el único que se ha atrevido a cargar conmigo); tengo muy pocos recuerdos de aquellos primeros días... es extraño, no sabría decir por qué pero ya sólo recuerdo esta casa inmensa, este aire viciado y su presencia ahogándome, dándome sólo lo justo para respirar.

Si hubiera algún principio que recordar sería aquel en que mi corazón salió de mí y se fue con él. Ahora no se dónde estará, desde luego él no lo tiene. Quizás se evaporó al verme desde sus ojos, tan pequeñita, temblando de miedo, llorando y a veces, incluso.... no... eso no lo pensaré, me da vergüenza y me haré más pequeñita todavía. No... no lo pienses Ana...

Algunas noches en las que tengo que “cumplir con mis obligaciones” dejo de ser diminuta; mi cuerpo es una llaga que escuece, una llaga que supura dolor justo por ese lugar en el que él penetra en esa masa tibia y fofa que sigo siendo yo.
Ana huye de su llaga en ese momento, se va de allí los días en que puede conseguirlo; resulta difícil hacerlo, su peso sobre mi cuerpo, el pelo de su pecho arañando el mío, sus gemidos en mi cuello, la suciedad repugnante embrutece, todo lo que ya estaba manchado.... pero las manchas que no se ven, que no se limpian, que no irán... no hay suficiente jabón para lavarme, para lavar esta llaga que soy, esa llaga que es mi cuerpo todas esas noches.

A veces, cuando hay un poco de silencio, puedo escuchar mis pensamientos, puedo incluso pararme y pensar; cada vez tengo menos tiempo para ellos, el tiempo los calla ¿estaría eso bien? Hoy escuché un susurro que provenía de ellos:
“Ana… ¿De verdad vas a quedarte así? Hay algo oscuro y frío aquí, dentro de ti, que lo está pudriendo todo. Hay algo triste y feo que se ha comido todo lo que había de Ana… en Ana…”
No era la primera vez que cuestionaba mi vida; sin embargo, he de resignarme, no soy nada de todas formas. Me tiemblan las manos al recordarlo, no sé lo que soy, ahora no soy ese saco de músculos temblando (como cuando él me grita, brama, chilla); tampoco soy esa sensación vomitiva que regurgita – en mi estómago – (cuando él me penetra); no soy orina deslizándose – caliente – muslo abajo (como aquella vez en la que su odio me atravesaba el cráneo y su cuerpo me acorralaba contra la puerta de la nevera); no soy dolor, no soy pequeñita en esos momentos. Pero sí soy angustia.
¡Ana! No eres pequeñita… Ana… no eres humillación… Ana… no eres resignación. No eres nada de eso…
En esos momentos en los que mi cabeza me susurra por sí sola ¿soy yo? Ser yo… no podría, yo soy él, soy lo que él me diga que sea; porque si no lo fuera sería mucho peor, habría más dolor, sus ojos me odiarían más.

***

Pero Ana no es Ana, ya apenas queda un suspiro de aquella mujer. Ahora… ella es todo esto, y no es nadie.
Ana no grita, los gritos la asustan; tampoco llora, no podría permitírselo, no podría perdonárselo; ni siquiera puede imaginarse corriendo; eso significaría que tiene fuerza, que aún quiere algo más de la vida, significaría que cree que hay algo mejor para ella; pero lo cierto es que en Ana no queda ya nada de eso, ella…. Está llena de todo lo demás, está llena de todo eso que no es, todo eso que la ha borrado por completo.
Así es como ella se convirtió en una muñeca pequeñita y cautiva.
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"En su texto, el escritor levanta su hogar. Así como acarrea papeles, libros, lápices y documentos de cuarto en cuarto, así crea el mismo desorden en sus pensamientos. Éstos se vuelven muebles en los que se sumerge, contento o irritable. Los golpea con afecto, los gasta, los mezcla, reacomoda, arruina. Para quien ya no tiene patria, el escribir se transforma en un lugar donde vivir."
(Th. W. Adorno, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada)
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